martes, 22 de abril de 2014

EVOCACIONES DE UN PUBLICISTA

RENÁN 21

Raúl Renán

Su retrato entonces era el de un joven rebelde argelino: cejas y bigote negros tupidos, pelo encrespado; fumador sin calma. Con un cigarro entre los dedos o en los labios: Elegantes o Gauloises. Matizaba su amistad conversando sobre su vida literaria inicial y sobre su reciente estancia en Roma. También adelantando con fervor las historias de sus famosos cuentos que llenan el tomo de Los funerales de la mamá grande, que pronto sería editado por la Universidad Veracruzana.
Mi primer trato con Gabriel García Márquez fue entre gente de nombres que después serían famosos. Él seguía los pasos de su amigo Álvaro Mutis, a la sazón empleado de Tele Revista, el famoso noticiero de Manuel Barbachano Ponce, sede de los cine intelectuales de los 60. Yo acudía a esa sede llamado por mi amistad con Fernando Espejo, joven iniciado en los trabajos del celuloide, en los que Carlos Velo y Walter Reuter eran notables. García Márquez era también de cine, egresado de la escuela italiana. Aún no empezaban a llenársele los dientes del hollín del tabaco que consumía en cantidades chimeneicas y aún su nombre no tenía la universalidad de ahora. Todos éramos pobres. Todos íbamos tras una investigación en la mismísima cueva de la Policía Judicial, cuyo jefe —lo supe después, sería eliminado como indeseable de esa corporación— me envió a los archivos que un canchanchán de ceño y pistola abrió para que esculcara a “mis anchas”. “Aquí están los expedientes de ladrones de automóviles”, dijo, mostrándome los archiveros que contenían infinitos legajos sobre ese tipo de maleantes y desapareciendo a su vez en ese laberinto fantástico. Debo confesar que no hojeé ni uno solo de esos cuadernillos, de modo que no supe si eran testimonios policiacos de esos personajes de la vida ilícita o si solo eran documentos de archivo loco, algunos en blanco, otros probablemente escritos al revés. Gabo estaría escribiendo pequeños, pequeñísimos guiones de Cine-verdad, recursos de sobrevivencia. Yo encontré digno refugio con don Felipe Teixidor en la ayudantía editorial del Boletín Bibliográfico Mexicano de la antigua Porrúa, en Argentina y Justo Sierra. Tuvimos amigos coincidentes entre poetas, escritores diversos, críticos de cine y publicistas. Ya mencionamos a Mutis y Espejo, otros fueron Jomi García Ascot, Francisco Cervantes, Emilio García Riera, Enrique Gibert, con quienes nos reuníamos un día de cada semana a compartir suculencias. Se hablaba de todo como es usual, de muchos libros como era obligado y de Fernando Pessoa, tema que provocaba inevitablemente Francisco Cervantes. Éste, no obstante sus jóvenes años, ya era autoridad del gran poeta lusitano, pues ya había hecho la traducción en español de la Oda marítima.
Ocurrió lo probable por las circunstancias que Gabo y yo incurriéramos y coincidiéramos en publicidad. En esa ocupación nos vimos vecinos de cubículo en una agencia de anuncios, disparando slogans y vertiendo textos que nada tenían que ver con el arte literario. Gabriel no cejaba en su sino de novelista. Por las noches tecleaba y tecleaba hasta el agotamiento.
En el otro orden, cuando García Márquez descubría una marca publicitaria para las llantas Goodrich Euskadi, recorría los pasillos de la empresa ondeando esas palabras que serían útiles para la fuerza de difusión comercial de dichos productos. Así como en unos cuantos minutos doscientas personas (los empleados de la agencia) se enteraban de la nueva frase de venta de las mencionadas llantas, en unas cuantas semanas, todo el país o la mayor parte de él, tendría que saberlo de acuerdo con la estrategia publicitaria de difusión nacional. Otro detalle, mínimo pero significativo porque demuestra la mente literaria de Gabo, es lo ocurrido en el informe de finanzas de fin de año de la empresa. Las cifras fueron benéficas, aunque se dijo que los empleados consumían excesivo café, ese año se habían dispendiado 25 mil pesos. No obstante se hicieron regalos y rifas, una de las cuales fue un pasaje doble en avión al puerto de Acapulco. Cuando se anunció al ganador se dijo el nombre de un compañero nuestro, también redactor, que durante la ceremonia estuvo reunido con Gabo y conmigo. Dicho compañero, al oír su nombre, se desprendió inmediatamente del conjunto, dejando el vacío con cierto halo esencial. Gabo comentó: “Es como la muerte.” El azar nos había arrebatado, impiadoso, a un compañero. Gabriel nunca estaba solo, tampoco le gustaba estar enclaustrado en un cubículo. Estoy seguro que aquellos textos comerciales los elaboraba mentalmente y en el momento menos esperado los vertía al papel. El director, un publicista que había renunciado al alcohol, celebraba sonriente las manifestaciones textuales del Gabo. Las repetía levantando el brazo derecho como un triunfo que a él le parecía glorioso. Para Gabo, esos aciertos eran apenas juegos de ocio. Su mente estaba, más que nada, humedecida por la marea poderosa de sus Cien años de soledad.
Una temporada vivió en la colonia San José Insurgentes, en una calle cercana al Teatro Insurgentes. La pobreza no le daba sillas a los visitantes; apenas unos magros alimentos. Un poco de café caliente a nadie se le niega, cuando hay. Sentados en la alfombra con la espalda apoyada en la pared, hablábamos de cuanta cosa se nos cruzaba y que casualmente pertenecía a Cien años… Llegamos un día Cervantes y yo a visitarlo. Con risas y dichos departimos con Gabo y la encantadora Mercedes, y cuando hubo concluido la visita, entrada la noche, nos despedimos al punto en que con notable preocupación mía exclamé ¡mi Pessoa! La costumbre idiomática en boga que añadía a los sustantivos la terminación oa: el camionoa, la comidoa, la peliculoa, llevó a Gabriel a pensar en honor a nuestra pobreza que nos referíamos a una moneda de a peso para nuestro transporte, e hizo ademán de buscarla inútilmente en sus bolsillos, que interrumpió cuando reímos los tres aclarando la referencia al poeta de Portugal: Pessoa, cuyo libro, Tabaquería, llevé conmigo a casa de Gabriel.
Por mucho que contendiéramos entre publicistas de tiempo completo, en ningún momento dejaba de verlo como un escritor. Ya había leído La hojarasca y El coronel no tiene quien le escriba, y como todo escritor que he conocido y de quien he estado cerca, sus temas eran leídos, escritos o en proceso de escritura.
En García Márquez el cine era también asunto de importancia. Escribía en esa época a doble pluma con Carlos Fuentes el guión de Tiempo de morir, cuya trama me narraba con la vivacidad que le daría Jorge Martínez de Hoyos en el filme realizado. Digamos que veía a Gabriel García Márquez desde el margen de mi timidez. No sabía hasta dónde llegaría la carga imaginativa del escritor. Un día me dejó pasmado al sentarse en la única silla para visitantes que tuve en mi despacho y espetarme sin preámbulos la historia de un ángel viejo que es descubierto, caído en el traspatio de una casa, por sus habitantes; una pareja que rebasaba la madurez y que se enfrentaba inopinadamente a una situación inaudita. Mi mente se llenó de imágenes vueltas una realidad febril. Yo vivía una identidad de fantasía con el mundo de Gabo. Numerosos términos del habla colombiana son iguales a los nuestros de Yucatán (medias son los calcetines, nevera el refrigerador, almuerzo la comida, cordones las agujetas), y el ambiente del país se me hacía familiar, aunque el trópico colombiano estuviera dotado de tambores negros y el nuestro hubiera adoptado, como corresponde a todo maya de alcurnia, la candidez romántica del bambuco. Tal vez por eso.
Desde el cuarto piso de Melchor Ocampo 135 (dirección de la agencia de publicidad denominada Walter Thompson de México) Gabriel García Márquez asomado a una ventana veía Roma. Entonces no existía el Circuito Interior, se apreciaba una plaza bordeada por el Paseo de la Reforma con sus balaustradas en ambas márgenes y los árboles de la entrada del Bosque de Chapultepec. Visión romana compuesta en la visión de Gabo.
Cuatro cuadras arriba del sitio de trabajo, en el restaurante de unos catalanes, disfrutábamos sabrosos platillos que alimentaban su nostalgia europea. “No sé por qué esta tarde me recuerda París.”
Su alma colombiana la alimentaba en casa con los niños Gonzalo y Rodrigo, y fuera de casa con su entrañable Álvaro Mutis.
Ése era el rumbo en que se extendía la colonia Anzures, muy cercana a la aún joven Zona Rosa. Su trabajo, sus puntos de reunión con algunos amigos y su tan celebrada por él y por mí, casa habitación en la calle Renán, en el número 21. Mi domicilio estaba cercano al de los García Márquez. Vivíamos en departamentos mediocres de mediana renta. Renán 21 tenía, si acaso, el prestigio del rumbo frecuentado por personajes procedentes de países latinoamericanos, y el de tener la cercanía del fachoso Hotel del Bosque. En su opuesto, cruzando la avenida, que por cierto estaba en alto, se levantaba el pobre Hotel Rey, sin más estrella que la de tener un restaurante de segunda especializado en cocina cubana de primera.
Gabo me decía que la poesía no era su género literario favorito, sin embargo sus libros campeaban en ese lenguaje. Quería darme a entender que su género natural era la narrativa. Gozaba profundamente al referir historias: las reales y las inventadas por él. Gabo se hizo de numerosos amigos y muy pronto dejó ese trabajo del que conservó buenos recuerdos por su fugaz estancia.
Toda referencia a mí, Gabo y Mercedes la hacían llamándome Renán 21, y todos sus libros tienen la dedicatoria con esas señas. Tal vez el más curioso y lleno de amistad sea el que dice: “Al Gran Renán XXI, con la admiración y amistad de un yucateco nacido a 3,000 kilómetros de Mérida: Gabo. México, D.F., abril 30/62.”


Foto: Raúl Renán y Gabriel García Márquez, facilitada por Norma Salazar. 

* Tomado del libro Gabriel García Márquez: Celebración. 25o. aniversario de Cien años de soledad. Compilación de José Francisco Conde Ortega, Óscar Mata y Arturo Trejo Villafuerte. UAM Azcapotzalco, México, 1992.


[Publicado en Laberinto, suplemento cultural de Milenio, núm. 566, 19 abril, 2014, pp. 8-9.]