viernes, 3 de junio de 2011

DAVID LAGMANOVICH, INÉDITOS


Edición no venal
Hace tiempo me los envió, ahora comparto una selección de la veintena de cuentos que forman estos inéditos, acompañada con la carta con la que fue me enviada.
“Amigo Javier:
”Muchas gracias por tu respuesta y por tu gestión. Siempre digo, en casos como éste, que más importante que el resultado positivo o negativo es que haya algún amigo capaz de un gesto solidario. Esperaré a ver si algo resulta de esto, pero en este momento lo más importante es agradecerte tu buena disposición.
”Te envío unos micros recientes, como gesto de amistad y sólo si tienes tiempo para leerlos.
”Un fuerte abrazo, == David.”
Correo electrónico, 17 de noviembre de 2009.

[A Baker’s Dozen — para Fernando Valls, 21 oct. 2009]

1. ALFABETO
Desde que lo conocí —hace ya tantos años— el alfabeto se me apareció como un desfile de soldaditos, listos para empuñar sus armas contra mí. Sobre todo cuando se trataba de un alfabeto compuesto en letras mayúsculas: la A con su pretensión de cúspide, la B y sus redondeces engañadoras, la C y la G como bocas siempre dispuestas a cerrarse con un rechinar de dientes. Ahora, en mi vejez, lo sigo mirando, si no con terror, al menos con desconfianza. He transitado muchos de sus caminos sin mayor contratiempo. Pero a una distancia cada vez menor se yergue la figura de la X, la marca del tesoro pero también la del crimen: la letra que me hipnotiza con su terrible ambigüedad.

2. CONOCIDO
A ése ya lo conocía de otros sueños. Pesadillas, más bien. Aparecía sombrío, siempre hostil. Sin que me hubiera hecho daño alguno, su presencia (aun insinuada) me angustiaba. En él creía ver a un torturador. Nunca supe si tenía nombre, pero él conocía el mío y eso bastaba para despertar mi temor.
Probé formas de deshacerme de él —la religión, la brujería— y siempre fallaron. Pero esta vez no fracasaré. He puesto un revólver bajo mi almohada. No es prudente manejar armas de fuego, sobre todo de noche, pero se trata de una emergencia. Cuando dispare, se verá cuánto me importa que desaparezca de mi vida.
Ya estoy acostado y percibo la cercanía del sueño. Mi mano se desliza bajo la almohada; siento el placer de saber que, dentro de poco, oprimiré el gatillo que ahora acaricio. Uno de los dos desaparecerá.

6. EL TONTO
Se llamaba Mario pero los amigos del café, cuando hablábamos con él, lo llamábamos “Marito”; a sus espaldas usábamos el cariñoso mote regional de “tontulo”, o simplemente decíamos tonto. No era idiota, pero la inteligencia no le sobraba. Carente tanto de ambiciones como de capacidad, su única ilusión en la vida era el dinero. Eso nos hacía gracia y reforzaba su fama de tonto. En ese momento de la juventud, cada uno de nosotros aspiraba a algo: el cine o la medicina, la arquitectura o la vida sacerdotal. De hecho, el grupo se dispersó según esas expectativas, que llevaron a cada uno a ambientes y lugares distintos. Muy atrás, como en un sueño, quedaron las reuniones en el café, frente a la plaza principal de la ciudad.
Nada supe de mis compañeros de charlas durante muchos años. Dos o tres décadas más tarde estuve de paso en el pueblo y pregunté por mis viejos compañeros de café. El arquitecto se había convertido en comerciante y del futuro religioso sólo se sabía que lo habían expulsado del seminario. El caso más interesante era el de Mario, el tonto: ahora era rector de la universidad.

10. NUNCA TUVO NOVIO
El gramófono repetía con frecuencia aquellos versos de Cadícamo musicalizados por Cobián: “Pobre solterona, te has quedado / sin ilusión, sin fe…” Las palabras le producían un poquito de dolor pero también otra cosa: un sentimiento de hermandad con aquel poeta que, sin conocerla, interpretaba tan justamente su vida (“su vida trunca”, insistía la letra del tango). Inclinada sobre la labor de aguja con que se ganaba la vida, en la ya temblorosa luz del anochecer que apenas llegaba al sótano donde transcurrían su existencia y su trabajo, vacilaba sobre la necesidad de encender o no una lamparita. Acababa de escuchar una vez más los versos inolvidables, ahora a través de la radio puesta en un volumen muy bajo, cuando escuchó en la calle un tumulto, un estruendo, corridas, la explosión de una bomba. Una muchacha muy joven apareció en el recinto del taller, con la cara desencajada y ensangrentada. Con voz apenas perceptible le pidió refugio y ayuda. La solterona negó con la cabeza, sin pronunciar una sola palabra, y volvió a su labor.


Foto: Internacional Microcuentista.