sábado, 2 de abril de 2011

PERE, EL BENEVOLANTE


La zapatería de Miret
Singulares, ocultos, raros o malditos hemos llamado a esa peculiar genealogía de escritores, habitualmente fuera de los cánones debido a circunstancias extra literarias, su temperamento, la falta de ponderación crítica o incluso por ignorancia. Para combatir esas formas sublimes de la exclusión en Hispanoamérica se ha gestado incluso una “teoría de los raros” que pretende explicar los porqués de su ausencia en las historias literarias y los acervos culturales, además de perfilar la naturaleza literaria de la rareza para dirimir sus relaciones con el canon, la crítica y la academia. No abundan sus epígonos, pero ya se busca la morfología literaria de lo raro en esos escritores que no cohabitan en las historias literarias de uso corriente y no fueron incluidos en los manuales, pero mantienen una cofradía de lectores que procuran llevarlos a la palestra para documentar sus aportes al acervo cultural de una nación.
México no podría quedarse fuera de esa demografía de la exclusión, donde acampa una tribu de literatos que parcial o totalmente han quedado relegados, por ninguneo o desconocimiento, de los patrimonios tangibles. Expongo dos ejemplos para ilustrar el susodicho. Santiago Sierra Méndez quedó fuera del de la historia cultural del siglo xix, tal vez, justifico yo, ¿por su muerte prematura? Del poeta de las coplas populares Carlos Rivas Larrauri, dónde y quién nos informa de su vida y obra eclipsadas en la centuria pasada, si no es que recorriendo las librerías de viejo o los bajos fondos de La Lagunilla, en el caso del vate. En el de Sierra Méndez, los fondos reservados de cierta biblioteca pública.
La aparición reciente de Singulares, serie capitaneada por el cuentista distinguido Mario González Suárez, acarrea títulos y nombres si no célebres, sí de escritores que quiero distinguir con el nombre de raros —“inclasificables” los han llamado incluso—: Rubén Salazar Mallén, Calvert Casey, Osvaldo Lamborghini, Pedro F. Miret, entre otros de una nómina de futura impresión, que han dejado una estela en los confines por su escritura.
La disposición asequible, aunque con elevado precio, en librerías de La zapatería del terror, de Pedro Fernández Miret, su nombre ciudadano, motivan estas consideraciones sobre una constelación de literatos que, por razones de la moda y el mercado, viven relegados, tristeando en el olvido. El reciclaje de los bienes culturales apuestan lo suyo en las empresas de rescate.
Pedro F. Miret, su nombre de pluma, es el paradigma de los escritores raros en México, ya que recopilar la información disponible sobre su vida y obra regadas en alguna historia, cierto diccionario, meras antologías acarreará cierta desilusión al buscador, pues apenas hallará unas notas sueltas, una semblanza borrosa, una obra inconclusa, una pobre iconografía y su obra descatalogada, pero ése ha sido el perfil del raro. Más de uno se sobresaltará al enterarse de los saberes y habilidades, disciplinas y trayectorias en los que invirtió su tiempo vital: después de titubeos en la firma, signó su nombre literario como Pedro F. Miret, hijo único de Enrique Fernández Gual y Ana Miret Feliú, nació el 22 de abril de 1932 en Barcelona, España. Expulsada su familia por la guerra civil española, en el puerto de Veracruz desembarca del Sinaia el 13 de junio de 1939. Realizó la educación primaria, secundaria y el bachillerato en el Instituto Luis Vives. En 1951, ante las dudas de Miret sobre dedicarse al cine o la publicidad, Luis Buñuel lo invita a la filmación de Subida al cielo. En 1953 ingresa a la unam, donde se inscribió en la Escuela Nacional de Arquitectura, de la cual egresó con la tesis “Centro de Estudios Mexicanos en Oaxaca, Oax.”, en 1961. Escribió los guiones de las películas La Puerta (1968, Arturo Ripstein); La hora de los niños (1969, Arturo Ripstein); Arde baby, arde. Burn, Baby, Burn. Lucky Johnny Born in America (1970, José Bolaños); Nuevo Mundo (1976, Gabriel Retes); Cananea (1977, Marcela Fernández Violante); Bloody Marlene (1977, Alberto Mariscal); El brazo de oro (1978, Alberto Mariscal); Historias violentas (1984, Víctor Saca, Carlos García Agraz, Daniel González Dueñas, Diego López y Gerardo Pardo). En dos ocasiones recibió un Ariel, en 1976 por el diseño de la escenografía de El hombre de la media luna, adaptación de Pedro Páramo, dirección de José Bolaños; y en 1979, un Ariel de Plata por el argumento original de Bloody Marlene. Su primer libro de cuentos fue publicado en 1964, Esta noche… vienen rojos y azules (México, Editorial Hermes). En 1973 apareció Prostíbulos (Buenos Aires, Ediciones de la Flor); en 1978, La zapatería del terror (México, Grijalbo); en 1981, Rompecabezas antiguo (México, fce). Murió de un infarto masivo el 22 de diciembre de 1988 en Cuernavaca, Morelos. Sus restos fueron cremados. En 1989 fue publicada la edición póstuma de Insomnes en Tahití (México, fce), su única novela. Arquitectura, fotografía, dibujo y periodismo siguen desvalagados, sin registro cierto.
Ahora bien, los cuentos de La zapatería del terror, con amena aunque avara introducción de Gerardo Deniz, a saber, “Zoo: léase Zu”, “Recuerdos de un benevolante”, “Invierno de 1893” y “La zapatería del terror”, permitirán a los nuevos lectores acercarse a un territorio narrativo harto singular, pues no los impulsan los grandes acontecimientos, ni los pueblan los fenecidos héroes civilizatorios. La gente menuda —el mesero, la maestra, el estudiante, el huérfano o el maquinista— catapulta esas narraciones en las que un símbolo no las rige, ni las clausura una epifanía. Corrijo al calor de las teclas: incentivan muchas infracciones sin castigo. Si los acontecimientos son menores, los sentimientos no los mandatan y los grandes temas tampoco tienen asiento en ellas, entonces ¿qué cuenta Miret? Aunque marcar las pautas de los respectivos argumentos, insumo cierto de la reseña, es tarea asumida por cada lector, aquí señalo sólo y nada más los atributos generales de su cuentística. Apunto algunas, dadas las exigencias del espacio concedido.
La distinción más conocida son los puntos suspensivos, recurso que sobreabunda no sólo en sus narraciones, también embachan su trabajo periodístico, guionismo cinematográfico, dramas inéditos y en su única novela, en los que asumen funciones espacio-temporales, cambios de sujeto, silencios, tránsitos, pausas, acercamientos… Asimismo se convertirán en la prueba de lectura a sus novísimos receptores, adeptos a prosas apacibles, sin contingencias sintácticas. Los diálogos son minimalistas; la descripción es la llave maestra en las narrativas de Pere, cuya piedra de pípila fue la arquitectura.
Los personajes miretianos no sufren ninguna peripecia, tampoco se congracian con alguna revelación postrera, entonces la historia con una anécdota raquítica, se vuelve un horizonte continuo que hay que remontar cual galeote, si el propósito de lectura es el rito de iniciación que ofrece la nueva edición de La zapatería del terror; imponerse a sus exigencias de lectura redituará en un descubrimiento, en la revaloración de un habitante del olvido. No apunto más, pues al iniciado le corresponde ejercer sus políticas de la glosa y al benevolante, una cálida recepción.
El impulso de Singulares, la reedición de obras olvidadas y la nueva circulación del libro cuentístico de Miret, la república de los poetas vivos, la crítica académica y la historiografía literaria cumplen la función social del rescate patrimonial, además de divulgar un saber literario y, de paso, enmiendan sus yerros.






Pedro F. Miret, La zapatería del terror, prólogo de Gerardo Deniz, México, cnca, 2010, 273 pp. (Singulares)