martes, 28 de agosto de 2007

Chicanalia

Los hombres sin patria

Javier Perucho
Al fin reaparece remozada una edición accesible al gran público de El bandolero, el pocho y la raza, cuya primera edición data de 1994 (unam-University of New Mexico), espiga fundamental para el conocimiento de las representaciones visuales que se han hecho en el mainstream hollywoodense de los mexicanos que migraron a las tierras del Norte, y en particular de los chicanos.
Las literaturas mexicana y estadounidense se han valido de las minorías étnicas que constituyen sus conglomerados sociales para reflejar las carencias y deseos de las respectivas idiosincrasias nacionales. En la mexicana, desde el siglo xix, los escritores han adoptado a los migrantes —los nombres de la diáspora: mojados, pochos, pachucos, chicanos— como espejos de la frontera. En ellos se ha volcado el resentimiento hacia todo lo gringo; en ellos se refleja el complejo de abandono ante la falta de progreso social del mexicano. La sociedad mexicana ha querido ver en ellos una suerte de felonía a la cultura nativa: se les acusa de abandono de las tradiciones, de renegados del idioma, de traición a la matria. El mexicanísimo sustantivo pocho encierra tales acepciones de deslealtad.
Para la estadounidense, los pachucos y chicanos son espejos de obsidiana: salvajes en estado puro, necesitados de orden y progreso material, incapaces de gobernarse a sí mismos. Aunque a sus tierras de origen, las del mítico sur, las han elegido como el paraíso a recobrar, el locus amoenus que ha servido de refugio y santuario a todos los perseguidos, locos y rebeldes (el gringo viejo, el gatillero Kerouac el poeta extraviado en el camino de la droga). Incluso la prodigiosa Trilogía de la Frontera de Cormac McCarthy, puede leerse como una celebración al paradiso que se encuentra al sur del río Bravo.
En la cinematografía de ambos países, las figuraciones visuales del otro siguen siendo las mismas que las literarias, basadas en otros estereotipos más gandallas (la mujer fatal, revestida de tumbahombres; el indolente, el asesino, el traidor, el redimido ante las bondades de la cultura anglosajona), aunque obedecen a otro tipo de fines; es decir, se han pergeñado para la dominación, la legitimación del orden, para preservar la subordinación de las razas que dan consistencia al meelting pot estadounidense.
Para las instituciones mexicanas, los chicanos y los braceros dejaron de tener importancia desde que la calentura por el tercer mundo desapareció con la aspirina recetada por los tecnócratas del viejo régimen al asentarse en el poder. Ése era su designio político y cultural en México hasta el aterciopelado aterrizaje del mandatario que ha hecho de las botas y la hebilla el símbolo de su sexenio, para quien los “paisanos” son una suculenta e inagotable fuente de divisas.
David Maciel ha explorado la imaginería cinematográfica de dos naciones con el fin de hallar las vetas de la exclusión, la denigración y la dominación de que han sido objeto los estadounidense de origen mexicano —porque eso son: estadounidense a secas—; es decir, los chicanos, en este remozado y ahora accesible ensayo, que difícilmente se encontraba en librerías a pesar de ser, por su estudio interdisciplinar, uno de los pioneros en su género. (Norma Iglesias, en dos volúmenes, espigó con gran sagacidad todas las imágenes fílmicas que han llegado del norte en Entre yerba, polvo y plomo. Lo fronterizo visto por el cine mexicano, El Colegio de San Luis, 1991.)
Las perquisiciones del historiador chicano lo conducen a demostrar que tanto el cine hollywoodense como el mexicano, son falsaciones de la compleja realidad de los hombres sin patria que decidieron abandonar la tierra nativa por la incapacidad de las instituciones locales para satisfacer sus necesidades básicas, aunque aborda en su análisis iconográfico y argumental una cantidad abrumadora de churros, películas que difícilmente obtendrán un lugar en el canon fílmico, mas no por eso su arqueología deja de ser valiosa, ya que ha explorado, acotado y registrado el complejo universo de dos imaginarios: el cinematográfico y el social.
David R. Maciel
El bandolero, el pocho y la raza. Imágenes cinematográficas del chicano
Prólogo de Carlos Monsiváis, México, Siglo Veintiuno-cnca, 2000, El México de Afuera, 224 pp.


[Forma parte de la beca del Fonca]

Chicanalia

Saga del argonauta exterminador


Joaquín Murrieta fue el último rebelde que defendió a su comunidad del despojo, el avasallamiento y el racismo. Pájaro Amarillo, el nombre cheroqui del periodista John Rollin Ridge, estableció el mito del héroe y el bandido californiano en Life and Adventures of Joaquin Murieta, the Celebrated California Bandit (San Francisco, 1854), obra que en su ejecución combinó el testimonio, la crónica y la ficción, ayuntados a los recursos del reportaje.
Vida de Joaquín Murrieta es el primer trasvase al español de ese cronicón, debido a un profesor universitario radicado en California, se trata de una descripción sin artificios de “la vida y el carácter” del bandolero que asoló los antiguos dominios mexicanos arrancados por el gran zarpazo imperial de 1848.
En su temprana juventud, cansado de la incertidumbre que imperaba en la nación en germen, Murrieta, nacido mexicano, decidió probar suerte en el país vecino. El Golden Rush entonces se encontraba en su más cálida temperatura. “Tenía entonces dieciocho años, era un poco más alto de lo normal, delgado pero de robusta complexión y activo como un tigre joven. Su tez no era ni muy morena ni muy blanca, sino clara y brillante, y de su apariencia se ha dicho que era, en esos tiempos, en extremo guapo y atractivo”, escribió Ridge.
En California trabajó en la explotación de un rico filón de oro, en compañía de “una bella muchacha sonorense”, mas la buena fortuna fue truncada por la intromisión de una banda integrada por white trash, que les exigió, con los argumentos que mal otorgan los prejuicios del color de la piel y la antipatía de esos hombres de baja estofa, abandonar el yacimiento. Joaquín no se arredró y se opuso con gallardía a la ofensa, pero fue reducido y su esposa mancillada. Junto con su mujer, abandonó la mina para establecerse en un fértil valle arrinconado entre las montañas. Empero los sueños del argonauta estaban lejos de cumplirse: otro grupo de facinerosos localizó su apacible refugio y lo expulsó con el reclamo de ser un “infernal intruso mexicano”. Tales expulsiones no bastaron para negar su derecho y acallar su honor mexicanos. Luego abandonó la minería para establecer una casa de juego. Al volver de una visita familiar, fue acusado de robar la montura en que cabalgaba: su castigo fue amarrarlo a un árbol para azotarlo; el hermano, quien le había prestado el caballo presuntamente hurtado, sin juez ni juicio, fue ahorcado.
La tiranía de los prejuicios, la crueldad, el despojo y el ultraje que se ciñeron sobre su vida y propiedades, lo empujaron a clamar venganza. De ahí en adelante, se esparció una estela de sangre y muerte en su nombre. Asaltos, secuestros, correrías; atracos, ejecuciones, tropelías y asesinatos; más venganzas, otra sangre derramada.
Por el carisma, instrucción, inteligencia y naturaleza de líder nato, a Joaquín Murrieta lo acompañaba una horda de forajidos mexicanos, capitaneada por el sanguinario Juan Tres Dedos, el adolescente Reyes Feliz, el combativo Claudio, Joaquín Valenzuela (compañero de armas del cura guerrillero Jarauta) y Pedro González, espía y ladrón de caballos. Con ellos sembró el terror al rendir su venganza contra los anglosajones, aunque chinos, holandeses y franceses que se tropezaron con él, también se convirtieron en sus víctimas.
La odisea del argonauta vuelto ángel exterminador finalizó cuando una partida de rangers, encabezada por el capitán Harry Love, le dio caza en una hondonada. Ahí murió acribillado. Al cadáver de Joaquín Murrieta le fue cercenada la cabeza para probar su identidad y así poder hacer efectiva la recompensa —de entregarlo vivo o muerto— que se ofrecía de mil dólares. Entonces nació el mito, que se incrustó en los cuerpos extraños del cine, la literatura, el teatro y la poesía, y en los géneros más afines de la leyenda y el corrido. Ese mito hoy pertenece a cuatro de las comunidades que conforman el melting pot estadounidense: mexicanos, chicanos, anglosajones y cheroquis.
Por su formación universitaria y procedencia geográfica (Chile), el traductor Carlos López Urrutia sólo da cuenta en los textos introductorios, aunque minuciosamente, de las historiografías estadounidense y chilena relativas a Murrieta y sus repercusiones en el corpus literario chileno, de igual modo puntillosamente. Sin embargo, olvida sus incrustaciones en las respectivas tradiciones culturales mexicana, chicana y latinoamericana.
La primera aparición mexicana de esta “figura de la mitología bárbara”, se debe a la pluma y afanes editoriales de Irineo Paz, quien en 1908 publicó, al decir de López Urrutia, la versión nacional de Vida y muerte del más célebre bandido sonorense, Joaquín Murrieta; al decir de su nieto, Octavio, el abuelo inicia la publicación de la saga latinoamericana del argonauta exterminador con “el primer relato en español de sus aventuras”. El Nobel mexicano también nos explicó una minucia lingüística, la duplicación de la vibrante múltiple: “Al pasar del inglés al español, Joaquín ganó una ere en su apellido.”
A su vez, las diversas metamorfosis de esa figura de la barbarie, en la literatura chicana se encuentran en fecha tan temprana como 1860, en Joaquín Murrieta, de Brígido Caro, o en la cuentística de Adolfo Carrillo, quien en Cuentos californianos (1922) inserta otra reinvención del mito en el relato “Joaquín Murrieta”; más tarde, hacia el apogeo del renacimiento chicano, Rodolfo Corky Gonzales publica I am Joaquín (1969), título que retoma un diálogo de afirmación e identidad de Murrieta, el cual se encuentra en la narración de Pájaro Amarillo, quien montado en su corcel, se agacha para susurrar al oído de sus enemigos, “Yo soy Joaquín”, para luego incrustarles un plomazo.
Jorge Luis Borges nunca incluyó en su Historia universal de la infamia el relato que recrea, una vez más, el mito del bandido convertido en héroe aztlanense. Quien quiera localizarlo, en la revista Sur ahí lo encuentra desgajado de las Obras Completas.
La nacionalidad del mito Chile se la disputaba a la patria de la que surgió. Disputa que quedó zanjada en Joaquín Murrieta, el Patrio, de Manuel Rojas (Baja California, edición de autor, 1986), quien ahí demuestra irreprochable y documentalmente la nacionalidad del protohéroe chicano.
Joaquín Murrieta, un personaje con tema y circunstancia que finalmente heredó Pablo Neruda, con quien obtuvo la celebridad poética en el mundo de habla hispana por el drama en verso Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta, bandido chileno (1976).
Carlos López Urrutia afirma en una de sus notas a la edición que se conoce una sola foto del patriota; reproducirla en páginas liminares de este volumen hubiera sido uno de sus aciertos. Uno solo, pues la edición inusualmente está muy descuidada y la traducción es un engendro.
Al final del “Apéndice”, López Urrutia afirma que “Murrieta, el Patrio para los mexicanos, el feroz Murrieta de la leyenda, no fue chileno. ¡Gracias a Dios!” Dejo pasar la ironía y su sarcasmo. Olvida que, junto con Jacinto Treviño, Gregorio Cortez y Juan Nepomuceno Cortina, los otros bandidos sociales, Joaquín Murrieta dio origen a uno de los mitos fundadores de la comunidad chicana; es la raíz, la razón y el símbolo de su resistencia cultural.
Vida de Joaquín Murrieta, John Rollin Ridge (Pájaro Amarillo)
Introducción, traducción y notas de Carlos López Urrutia, México, Libros del Umbral, 2001, 150 pp.

Referencias

LA ESTÉTICA DEL TELEGRAMA, por José María Espinasa

http://www.nexos.com.mx/librosArtic.php?id_article=1407&id_rubrique=589