viernes, 31 de agosto de 2007

Referencias

Poeta Empírica S.A. de C.V.:

Por último, el más reciente libro sobre el tema es El cuento jíbaro, antología del microrrelato mexicano (Ficticia Editorial, 2006), de Javier Perucho,


amarantacaballero.blogspot.com/2006_11_01_archive.html

Referencias


Estéticas de los confines, perspectivas complementarias
Gabriel Trujillo Muñoz


Referencias

Las buenas historias se escriben en pocas palabras
Germán Martínez Aceves

jueves, 30 de agosto de 2007

Aforística

EL AFORISMO EN MÉXICO
Selección de Javier Perucho
La Jornada Semanal, domingo 6 de febrero de 2005, núm. 518

http://www.jornada.unam.mx/2005/02/06/sem-cara.html

Referencias

Cuento jíbaro

Tarde pero seguro. Acabo de leer tu libro el que, por cierto, disfruté. Fue una agradable sorpresa, además, constatar que algunas de tus ideas coinciden con las mías. La primera sobre la brevedad (el conteo de palabras) como criterio para definir la microficción. Ya en los prólogos de mis primeras antologías (Dos veces bueno, 1996 y Dos veces bueno 2, 1997), rechazo semejante simplificación. Luego coincido en que “cuento brevísimo” no fue inventado por mí sino utilizado mucho antes en la revista El Cuento, cuyo Certamen de Cuento Brevísmo gané dos veces, y de la que tomé la denominación. Lauro me lo adjudicó seguramente por error. De todos modos, hoy rechazo toda denominación que contenga la palabra “cuento”, porque se presta a confusión. Utilizo “microrrelato” para las piezas que contienen algún elemento narrativo y “microficción” como denominación general. “Microficción” es, para mí, sinónimo del más extendido “minificción”, el que me suena a “minifalda”, “minibacha” (minibombacha, minicalza, o como ustedes los mexicanos las llamen), “minipimer”, “minicomponentes”, y otros adminículos de vestir o electrodomésticos, analogía que refuerza la imagen del género como escritura trivial. Vi que también usas “microficción” sobre el final de tu Estudio preliminar y también en el Epílogo. Bravo. La insistencia en exigir lo narrativo dejaría afuera piezas como “Mariposa” de Salvador Elizondo (ese bello recorte publicado reiteradamente por El Cuento) y “Justificación de la mujer de Putifar”, de Marco Denevi, entre otros, a lo que no estoy dispuesto: por eso lo de “microficción”. También coincido en la definición, aunque yo cargo más las tintas en el carácter súbito de estas piezas, no como epifanía, sino como un estallido de sugerencias frecuentemente ligado al planteamiento, resolución o imposibilidad de resolución de una ambigüedad cuidadosamente calculada También, contra lo practicado hasta hoy, pienso que los próceres del género hay que buscarlos en las hemerotecas. Yo ya lo he hecho en mis antologías, donde he saqueado con la mejor intención El Cuento, Ekuóreo, Eureko, A la topa tolondra y Puro Cuento (citando siempre la fuente). Te agradezco que cites Antología del cuento breve y oculto porque continúa una tradición desdeñada, la de los recortes, iniciada por Borges y Bioy Casares en Cuentos breves y extraordinarios y continuada por Valadés en El libro de la imaginación. En estos días verá la luz La flor del día. Trofeos de la lectura que también está en esa línea y que compilé con Luis Chitarroni. He dedicado un artículo reciente a este tema, pero aun no fue publicado. Te enviaré La flor del día cuando la tenga en mis manos. Me gustaría que tuvieras también Textículos bestiales. Cuentos brevísimos de animales reales e imaginarios, una suerte de bestiario mezclado con microrrelatos y hasta poemas. Creo que Lauro y Marcial lo tienen. Algo de lo mío está en mi página (aunque la parte de ensayo es la menos actualizada).
Por último, te diré que la antología me proporcionó nombres que no conocía y que extrañé otros (como siempre ocurre en las antologías). Tal el caso de Alejandro Aura, autor de piezas excelentes que el El Cuento publicó desde temprano. Mi propio libro de microficciones, Todo tiempo futuro fue peor, tiene dos ediciones que no sé si llegaron a México, la primera de Thule Ediciones (Barcelona, 2004) y la segunda de Mondadori-Sudamericana (Buenos Aires, 2006). Si no lo tienes intentaré también enviártelo. Felicitaciones, gracias por el envío y amistoso abrazo.



Raul Brasca, http://webs.uolsinectis.com.ar/rbrasca

Referencias

El cuento jíbaro

Al regreso de un viaje que me tuvo fuera de mi casa (en Tucumán) durante la mayor parte del mes de mayo, encontré tu envío de un ejemplar de El cuento jíbaro. Te lo agradezco muy especialmente. Lo he leído en gran parte y veo que es un volumen notable: la selección de microrrelatos es excelente e ilustrativa; el material teórico es del mejor nivel; tu introducción y epílogo son textos muy inteligentes e iluminadores; y los decálogos y casi decálogos de otros escritores, precisamente por no coincidir demasiado entre sí, son de lectura entretenidísima. Todo en el libro es digno de elogio, y te felicito de corazón por el buen resultado de tu esfuerzo. Éste es un volumen que debe quedar siempre a mano para quienes nos interesamos por el microrrelato.

David Lagmanovich, Universidad de Tucumán, Argentina.

miércoles, 29 de agosto de 2007

Crónicas

La paz de los estantes (Dedicatorias a Manuel Maples Arce)


Javier Perucho

Los libros que se conservan de lo que fue la biblioteca personal de Manuel Maples Arce, están resguardados en el Fondo Reservado que la Biblioteca Rubén Bonifaz Nuño, del Instituto de Investigaciones Filológicas de la unam, abrió en honor del embajador y poeta estridentista. Este acervo se encuentra parcialmente clasificado y relativamente bien conservado si consideramos la edad, traslados y materiales con que fueron elaborados los libros que lo integran, al cual lo custodian, a izquierda y derecha, los fondos dedicados al siglo xix y a Bernardo Ortiz de Montellano. Rastrear y comentar las dedicatorias estampadas en sus ejemplares, es el propósito de este comentario.
Tuve acceso al Fondo Maples Arce por la gentileza de la doctora Belem Clark de Lara, a quien agradezco su venia y las orientaciones documentales.
A este breve acervo (ordenado en un estante metálico de 14 repisas, con aproximadamente 800 libros) lo encabeza la edición francesa de la Poética de Aristóteles (Société d’Édition Les Belles Lettres, 1932), en un tiraje limitado de “exemplaires sur papier pur fil Lafuma numérotés à la presse de 1 à 100”, aunque no contiene ningún folio que indique el número del ejemplar. En ese orden vertical de los libros, le sigue Claroscuro del sueño (San Luis Potosí, 1972), de Manuel Lara Hernández, quien lo dedicó al poeta en estos términos: “A don Manuel Maples Arce, ejemplo permanente de poesía joven. 5 de septiembre de 1973.” Firma en tinta negra, en preciosa letra manuscrita. Sigue Pájaro cascabel. Adán en sombra, de Margarita Paz Paredes, en cuya portada destaca un dibujo de dos animales fantásticos con rostro de fémina, alas, garras y cola, debido a las ensoñaciones de Leonora Carrington. En escritura que sigue una línea ascendente, la poetisa estampó, “Para el gran poeta Manuel Maples Arce, con lo mejor de mi estimación y afecto”, luego dos jeroglíficos con una transversal que separa el año (1964); se trata de una plaquette al cuidado editorial de Luis Mario Schneider y la autora; no obstante su dedicación editorial, una mano, presumiblemente la del poeta estridentista, enmendó erratas y estilo, verbigracia, corrige el nombre de la pintora, que en el colofón aparece como “Eleonora”; en el poema “Oración por la poesía”, donde ella escribió en el primer verso “Quiero humillarte a ti…”, la caligrafía de Maples Arce enmendó “Quiero humillarme a ti…”.
Continúa otra plaqueta, Barricada, con prólogo de José Mancisidor, de José Muñoz Cota, quien así se la dedica en tinta roja: “Camarada Maples Arce. Con el saludo cordial de…”, y sigue su firma. Como es un folleto todavía sin refinar, supongo que nadie lo ha leído, ni siquiera el camarada Maples.
Me llama la atención, por el lugar que ocupa en la secuencia libresca, José Revueltas, una literatura del “lado moridor”, que contiene esta dedicatoria, en letra de escolapio: “Para Don Manuel Maples Arce, por el gusto de conocerlo y de compartir su conversación. E. E. Marzo 6 de 1981.”
En Bajo el sol del trópico, el tabasqueño Samuel Espadas Centeno, aparte de dedicarle el folleto, reproduce una carta (21 de marzo de 1957) dirigida al embajador Maples Arce, entonces radicado en Otawa. Epístola que encierra las rutinas del cónsul, “La diplomacia es la dueña de tu destino. En esa carrera que ata lazos se vigorizó tu trayectoria. Tu misión no es sólo de recepciones y conmemoraciones, comprendidas en el programa de tu representación, sino de estudio y producción, de propaganda y defensa, de difusión de libros, de intercambios comerciales y de finalidades artísticas.”
La nostalgia por los tiempos idos se expresa en las palabras de J. M. González de Mendoza en su libro Las etapas del nómade: “A Manuel Maples Arce, en cordial recuerdo de los ya lejanos días parisinos, con el viejo afecto de su amigo: el Abate de Mendoza. 15. ix. 1946.”
Los libros de este fondo registran el tránsito latinoamericano, europeo y asiático, cuyos pies de imprenta señalan la errancia diplomática del poeta: Panamá. Montevideo. Madrid. Tokio. La Habana. Kobe. Quito. Caracas. Bogotá. Santiago.
El libro de cuentos Un hombre muerto a puntapiés (Quito, 1927), todavía conserva la tiza azul de la dedicatoria, “A Manuel Maples Arce, con admiración para su obra de revolucionario y de poeta. Pablo Palacio. Quito.”
Otro ejemplar que inicialmente me sorprende —¿qué anda haciendo entre los libros del poeta?—, es El sistema político mexicano, en la edición de Mortiz, que aún conserva la etiqueta de la librería donde fue adquirido —la Salvador Allende de Copilco— y el precio —20 pesos—, aunque a éste ninguna marca lo personaliza.
La guayaba, de Miguel N. Lira, no guarda dedicatoria o firma laguna, pero lleva un colofón que preludia las invasiones del realismo mágico: “Este libro se imprimió en la Editorial del Gobierno de Tlaxcala, en enero de mil novecientos veintisiete, dos meses después de que la ciudad se llenó del olor de las guayabas.” Sigue otro ejemplar, encuadernado en percalina azul, de Poesía (1924 a 1945), en el que Elías Nandino recoge nueve de sus libros y donde escribió parcamente en una blanca: “Para el poeta Maples Arce, con la amistad de Elías Nandino. 1949.” En la siguiente página par se reproduce un retrato a lápiz firmado por Julio Castellanos, en el que Nandino, en la plenitud de su vida, mira fijamente al pintor, la mano izquierda reposando sobre el descanso del sillón y la derecha, sobre la pierna.
En la tercera de forros de Impresiones musicales, su autor escribe un elogio desgastado: “Para el licenciado Manuel Maples Arce, poeta de grandes vuelos e intelectual de vastos horizontes, quien ha prestigiado a México dentro y fuera del país, con la profundamente arraigada estimación de Salomón Kakan. México, D.F., a 7 de agosto de 1956.” Por su parte, la periodista Georgina Durand, en el libro que sigue, estampa su autógrafo en Mis entrevistas: “Al Excimo. Embajador de México, Sr. Manuel Maples Arce, en recuerdo afectuosísimo de la autora para el representante de un país que todos los chilenos llevamos en el corazón. Atentamente, Georgina Durand. Ago. 11-v-50.”
En Teoría de la patria, Rodrigo Miró Suator revela en el subtítulo las preocupaciones de la época (1947): Notas y ensayos sobre literatura panameña seguidos de tres ensayos de interpretación histórica, quien estampó en la falsa, “Para el poeta Manuel Maples Arce, ilustre embajador de México, con la simpatía cordial de (rúbrica). Panamá. Junio-15-48.”
Aurora Marya Saavedra escribió en la página blanca de Ni sin tiempo ni dolor: “Con antiguo y grande respeto, al maestro Manuel Maples Arce, en espera de su aprobación. Cordialmente…”, y sigue el garabato de la firma.
En este acervo sobrevive un ejemplar de Ernesto Cortés Juárez, obra retrospectiva de grabado, que reproduce una selección de los grabados expuestos en Bellas Artes, entre octubre y noviembre de 1970 en la Sala Verde, por el grabador, padre del cuentólogo Jaime Erasto Cortés. Transcribo la dedicatoria: “Querido Manuel: con un cordial saludo.” Rúbrica estampada en tinta negra, trazo rápido y nítida caligrafía.
Armando Solari, “editor de su sola y propia obra”, compuso una Cantata a la memoria de Miguel Hernández, cuyo epígrafe es una vuelta a las consignas desveladas de otros tiempos, “A todos los pueblos de América en esta hora de prueba”. Por supuesto, la dedicatoria también revela las consignas de la utopía: “Al excelentísimo poeta de México y América, Dn. Manuel Maples Arce, este homenaje de admiración desde la otra orilla de Nuestra Patria Grande. Viña del Mar. Mar. 28-ii-50. Rúbrica.”
Perdido entre folletería, revistas diversas y otros papeles de desecho, está Así es Costa Rica. Visión de un mexicano (San José, s.e., 1945), en cuyo primer párrafo del prólogo escribe J. García Monge, “Quiere el licenciado que le haga esta introducción, cuatro palabras. Él manda, yo obedezco”, en el que registra en la página blanca su caprichoso autor: “Al señor Don Manuel Maples Arce, digno embajador de México en Panamá, con el respeto y el aprecio de A. Reyes H. San José, C. R. 10 de agosto de 1945”, firma el entonces jefe de la Oficina Mexicana de Turismo en Centroamérica y cónsul honorario de México, Alfonso Reyes H.
No puedo dar más noticia de los centenares de libros y de sus innumerables dedicatorias. Muchas de ellas fueron manuscritas como fórmulas o expresiones de cortesía. Otro tanto sucede con los ejemplares: hoy son meras curiosidades de arqueólogo literario. Es mejor ya no alebrestar a la polilla y dejar que guarden la paz de los estantes.

Chicanalia

A la espera del alba
Javier Perucho
La recepción de la literatura y el pensamiento chicanos en México ha tenido en las últimas tres décadas constantes vaivenes, ciclos, promociones y nuevos olvidos. En un primer momento a la cultura chicana se le da un fuerte impulso: se proyectan ciclos de cine, se organizan congresos, se le da amplia difusión en los medios y, en el clímax de la cresta, se reflexiona sesuda y académicamente sobre su importancia, vitalidad y aportaciones en el proceso de trasplante de la cultura mexicana, luego se publican las memorias respectivas. Más tarde, inexplicablemente se olvida la literatura chicana. De esta manera, a esperar el arribo de la siguiente ola.
En este nuevo ciclo, los sellos nacionales de mayor impacto social preparan sendas novedades que saldrán de las prensas el segundo trimestre del año. En esta renovada promoción, las casas editoras han vuelto a insertar en sus catálogos autores y obras chicanos, con la exclusiva novedad de que se trata de novelas escritas por mujeres. Son ellas, en el presente, quienes más han contribuido a difundir fuera de su país la literatura chicana.
A esta oleada debemos en parte la publicación de esta “Chicago novelista”, poeta y ensayista, Ana Castillo (Boston, 15 de junio de 1953), de quien hace años —en otro ingrato vaivén de los libros— el cnca publicó aliado con Grijalbo, en tirajes de tres mil ejemplares, en la descatalogada colección Paso del Norte, su novela Las cartas de Mixquiahuala (1994), en traducción de Mónica Mansour y presentación de Gustavo Sainz. En dicha serie acompañaron a Castillo, Estevan Arellano, Óscar Zeta Acosta, Alejandro Morales, Rudolfo Anaya y Ron Arias, quienes conforman hoy el repertorio más sobresaliente de su cultura en Estados Unidos. Después, al claustro del olvido.
Castillo es una autora que escribe sólo en inglés, al contrario de, por ejemplo Lucha Corpi, quien brinca de una lengua a otra en función del género que explora: si aborda un cuento policiaco, empuña su pluma en inglés; si labra un poema, en español. Su obra abarca la novela (Sapogonia, So far from God), el cuento (Loverboys), la poesía (May father was a Toltec) y el ensayo (Massacre of the Dreamers), inéditos todos hasta ahora en nuestra lengua. Repertorio al que debe agregarse su compilación de ensayos marianos, La diosa de las Américas: escritos sobre la virgen de Guadalupe, elaborados ya por los representantes más conspicuos de la literatura y la cultura chicana, ya por mexicanos y latinoamericanos transterrados, entre otros escritores pertenecientes a los más diversos grupos étnicos.
En La diosa de las Américas encontramos ensayos críticos de diversa índole pergeñados por los literatos mexicanos más sensibles al fenómeno guadalupano, muy cercanos a las expresiones de la chicanidad: Carlos Monsiváis, Elena Poniatowska y el artista plástico Felipe Ehrenberg; los compatriotas transterrados que han hecho de su vida en Estados Unidos el asiento de su proyección intelectual: el doctor Francisco González-Crussí en Chicago y Guillermo Gómez-Peña, quien desde Los Ángeles asombra y asusta a sus espectadores anglos con sus performances. El corpus mayor lo conforman los escritores chicanos contemporáneos, de una parte, la intelectualidad feminista: Gloria Anzaldúa, Sandra Cisneros, Denise Chávez, Cherríe Moraga, Pat Mora y Ana Castillo; de la otra, los cronistas del barrio, a saber: Francisco X. Alarcón, Rubén Martínez, Richard Rodríguez y Luis Alfaro. Todos integran un coro de voces, que es indispensable en la república de las letras que se va edificando allende nuestra frontera norte. Voces que dan consistencia al más importante repertorio literario creado por los chicanos en las últimas décadas del siglo xx.
Cierran este inventario mariano Rosario Ferré, Miriam Sagan y Yeye’Woro, cuyos credos, nacionalidades y procedencias geográficas son muy diferentes a los de los mexicanos de la diáspora.
Desnuda mi corazón como una cebolla es la más reciente novela de Ana Castillo, inusualmente traducida al español apenas tres años después de su primera edición en inglés (Doubleday, 1999). Prontitud editorial que debemos considerar ya que la literatura chicana —repito— no es precisamente una de las más agraciadas en la promoción de los nuevos valores, ni mucho menos cuenta con los favores del canon mexicano o estadounidense.
La estructura narrativa y el hilo argumental que sostiene su estructura narrativa son muy sencillos, ninguna aventura estilística o arquitectónica distingue a Desnuda mi corazón como una cebolla; sí, en cambio, la hace diferente la configuración del personaje femenino, su complejidad psicológica y la interacción social de la protagonista. En ella se cuenta la historia de Carmen La Coja, una bailarina de flamenco cuyo rasgo físico es la parálisis de su pierna izquierda, consecuencia de una poliomielitis mal diagnosticada, pero no por su invalidez es menos diestra en la ejecución de su ardiente danza. Asimismo, contiene ciertos elementos a destacar, digamos la proverbial miseria de los mexicanos radicados en Estados Unidos, en este caso en Chicago, aunque este elemento lastra el desarrollo de la historia. Ése es un doloroso elemento para la novelista, que revela su inextinguible origen mexicano; también la distingue una permanente lamentación por la situación extrema en que viven los chicanos y los mexicanos ilegales recién llegados al “paraíso del norte”; el sentido de identidad de los arraigados o expulsados confrontado con el anglosajón, que a su vez es confrontado por la otra vertiente que anima esta ficción: el convivio con otro grupo de excluidos del American dream: los gitanos, un conglomerado social de por sí relegado crónicamente por todas las instituciones. Su intervención da consistencia a la novela, valor social y fundamento estético, pues gira en torno a su vida errabunda, disgregada, aunque sólidamente cohesionada.
Gitanos y mexicanos son los convidados de piedra en el banquete “americano”, quienes en esta ficción son, otra vez, los sujetos del llanto y la miseria; sujetos cuya felicidad y esperanza aguardan su alba.

Ana Castillo
La diosa de las Américas: escritos sobre la virgen de Guadalupe
Compilación e introducción de Ana Castillo, traducción de Mariela Dreyfus, México, Plaza y Janés, 2001, 318 pp.
Ana Castillo
Desnuda mi corazón como una cebolla
Traducción de Ricardo Vinós, México, Alfaguara, 2001, 308 pp.

martes, 28 de agosto de 2007

Chicanalia

Los hombres sin patria

Javier Perucho
Al fin reaparece remozada una edición accesible al gran público de El bandolero, el pocho y la raza, cuya primera edición data de 1994 (unam-University of New Mexico), espiga fundamental para el conocimiento de las representaciones visuales que se han hecho en el mainstream hollywoodense de los mexicanos que migraron a las tierras del Norte, y en particular de los chicanos.
Las literaturas mexicana y estadounidense se han valido de las minorías étnicas que constituyen sus conglomerados sociales para reflejar las carencias y deseos de las respectivas idiosincrasias nacionales. En la mexicana, desde el siglo xix, los escritores han adoptado a los migrantes —los nombres de la diáspora: mojados, pochos, pachucos, chicanos— como espejos de la frontera. En ellos se ha volcado el resentimiento hacia todo lo gringo; en ellos se refleja el complejo de abandono ante la falta de progreso social del mexicano. La sociedad mexicana ha querido ver en ellos una suerte de felonía a la cultura nativa: se les acusa de abandono de las tradiciones, de renegados del idioma, de traición a la matria. El mexicanísimo sustantivo pocho encierra tales acepciones de deslealtad.
Para la estadounidense, los pachucos y chicanos son espejos de obsidiana: salvajes en estado puro, necesitados de orden y progreso material, incapaces de gobernarse a sí mismos. Aunque a sus tierras de origen, las del mítico sur, las han elegido como el paraíso a recobrar, el locus amoenus que ha servido de refugio y santuario a todos los perseguidos, locos y rebeldes (el gringo viejo, el gatillero Kerouac el poeta extraviado en el camino de la droga). Incluso la prodigiosa Trilogía de la Frontera de Cormac McCarthy, puede leerse como una celebración al paradiso que se encuentra al sur del río Bravo.
En la cinematografía de ambos países, las figuraciones visuales del otro siguen siendo las mismas que las literarias, basadas en otros estereotipos más gandallas (la mujer fatal, revestida de tumbahombres; el indolente, el asesino, el traidor, el redimido ante las bondades de la cultura anglosajona), aunque obedecen a otro tipo de fines; es decir, se han pergeñado para la dominación, la legitimación del orden, para preservar la subordinación de las razas que dan consistencia al meelting pot estadounidense.
Para las instituciones mexicanas, los chicanos y los braceros dejaron de tener importancia desde que la calentura por el tercer mundo desapareció con la aspirina recetada por los tecnócratas del viejo régimen al asentarse en el poder. Ése era su designio político y cultural en México hasta el aterciopelado aterrizaje del mandatario que ha hecho de las botas y la hebilla el símbolo de su sexenio, para quien los “paisanos” son una suculenta e inagotable fuente de divisas.
David Maciel ha explorado la imaginería cinematográfica de dos naciones con el fin de hallar las vetas de la exclusión, la denigración y la dominación de que han sido objeto los estadounidense de origen mexicano —porque eso son: estadounidense a secas—; es decir, los chicanos, en este remozado y ahora accesible ensayo, que difícilmente se encontraba en librerías a pesar de ser, por su estudio interdisciplinar, uno de los pioneros en su género. (Norma Iglesias, en dos volúmenes, espigó con gran sagacidad todas las imágenes fílmicas que han llegado del norte en Entre yerba, polvo y plomo. Lo fronterizo visto por el cine mexicano, El Colegio de San Luis, 1991.)
Las perquisiciones del historiador chicano lo conducen a demostrar que tanto el cine hollywoodense como el mexicano, son falsaciones de la compleja realidad de los hombres sin patria que decidieron abandonar la tierra nativa por la incapacidad de las instituciones locales para satisfacer sus necesidades básicas, aunque aborda en su análisis iconográfico y argumental una cantidad abrumadora de churros, películas que difícilmente obtendrán un lugar en el canon fílmico, mas no por eso su arqueología deja de ser valiosa, ya que ha explorado, acotado y registrado el complejo universo de dos imaginarios: el cinematográfico y el social.
David R. Maciel
El bandolero, el pocho y la raza. Imágenes cinematográficas del chicano
Prólogo de Carlos Monsiváis, México, Siglo Veintiuno-cnca, 2000, El México de Afuera, 224 pp.


[Forma parte de la beca del Fonca]

Chicanalia

Saga del argonauta exterminador


Joaquín Murrieta fue el último rebelde que defendió a su comunidad del despojo, el avasallamiento y el racismo. Pájaro Amarillo, el nombre cheroqui del periodista John Rollin Ridge, estableció el mito del héroe y el bandido californiano en Life and Adventures of Joaquin Murieta, the Celebrated California Bandit (San Francisco, 1854), obra que en su ejecución combinó el testimonio, la crónica y la ficción, ayuntados a los recursos del reportaje.
Vida de Joaquín Murrieta es el primer trasvase al español de ese cronicón, debido a un profesor universitario radicado en California, se trata de una descripción sin artificios de “la vida y el carácter” del bandolero que asoló los antiguos dominios mexicanos arrancados por el gran zarpazo imperial de 1848.
En su temprana juventud, cansado de la incertidumbre que imperaba en la nación en germen, Murrieta, nacido mexicano, decidió probar suerte en el país vecino. El Golden Rush entonces se encontraba en su más cálida temperatura. “Tenía entonces dieciocho años, era un poco más alto de lo normal, delgado pero de robusta complexión y activo como un tigre joven. Su tez no era ni muy morena ni muy blanca, sino clara y brillante, y de su apariencia se ha dicho que era, en esos tiempos, en extremo guapo y atractivo”, escribió Ridge.
En California trabajó en la explotación de un rico filón de oro, en compañía de “una bella muchacha sonorense”, mas la buena fortuna fue truncada por la intromisión de una banda integrada por white trash, que les exigió, con los argumentos que mal otorgan los prejuicios del color de la piel y la antipatía de esos hombres de baja estofa, abandonar el yacimiento. Joaquín no se arredró y se opuso con gallardía a la ofensa, pero fue reducido y su esposa mancillada. Junto con su mujer, abandonó la mina para establecerse en un fértil valle arrinconado entre las montañas. Empero los sueños del argonauta estaban lejos de cumplirse: otro grupo de facinerosos localizó su apacible refugio y lo expulsó con el reclamo de ser un “infernal intruso mexicano”. Tales expulsiones no bastaron para negar su derecho y acallar su honor mexicanos. Luego abandonó la minería para establecer una casa de juego. Al volver de una visita familiar, fue acusado de robar la montura en que cabalgaba: su castigo fue amarrarlo a un árbol para azotarlo; el hermano, quien le había prestado el caballo presuntamente hurtado, sin juez ni juicio, fue ahorcado.
La tiranía de los prejuicios, la crueldad, el despojo y el ultraje que se ciñeron sobre su vida y propiedades, lo empujaron a clamar venganza. De ahí en adelante, se esparció una estela de sangre y muerte en su nombre. Asaltos, secuestros, correrías; atracos, ejecuciones, tropelías y asesinatos; más venganzas, otra sangre derramada.
Por el carisma, instrucción, inteligencia y naturaleza de líder nato, a Joaquín Murrieta lo acompañaba una horda de forajidos mexicanos, capitaneada por el sanguinario Juan Tres Dedos, el adolescente Reyes Feliz, el combativo Claudio, Joaquín Valenzuela (compañero de armas del cura guerrillero Jarauta) y Pedro González, espía y ladrón de caballos. Con ellos sembró el terror al rendir su venganza contra los anglosajones, aunque chinos, holandeses y franceses que se tropezaron con él, también se convirtieron en sus víctimas.
La odisea del argonauta vuelto ángel exterminador finalizó cuando una partida de rangers, encabezada por el capitán Harry Love, le dio caza en una hondonada. Ahí murió acribillado. Al cadáver de Joaquín Murrieta le fue cercenada la cabeza para probar su identidad y así poder hacer efectiva la recompensa —de entregarlo vivo o muerto— que se ofrecía de mil dólares. Entonces nació el mito, que se incrustó en los cuerpos extraños del cine, la literatura, el teatro y la poesía, y en los géneros más afines de la leyenda y el corrido. Ese mito hoy pertenece a cuatro de las comunidades que conforman el melting pot estadounidense: mexicanos, chicanos, anglosajones y cheroquis.
Por su formación universitaria y procedencia geográfica (Chile), el traductor Carlos López Urrutia sólo da cuenta en los textos introductorios, aunque minuciosamente, de las historiografías estadounidense y chilena relativas a Murrieta y sus repercusiones en el corpus literario chileno, de igual modo puntillosamente. Sin embargo, olvida sus incrustaciones en las respectivas tradiciones culturales mexicana, chicana y latinoamericana.
La primera aparición mexicana de esta “figura de la mitología bárbara”, se debe a la pluma y afanes editoriales de Irineo Paz, quien en 1908 publicó, al decir de López Urrutia, la versión nacional de Vida y muerte del más célebre bandido sonorense, Joaquín Murrieta; al decir de su nieto, Octavio, el abuelo inicia la publicación de la saga latinoamericana del argonauta exterminador con “el primer relato en español de sus aventuras”. El Nobel mexicano también nos explicó una minucia lingüística, la duplicación de la vibrante múltiple: “Al pasar del inglés al español, Joaquín ganó una ere en su apellido.”
A su vez, las diversas metamorfosis de esa figura de la barbarie, en la literatura chicana se encuentran en fecha tan temprana como 1860, en Joaquín Murrieta, de Brígido Caro, o en la cuentística de Adolfo Carrillo, quien en Cuentos californianos (1922) inserta otra reinvención del mito en el relato “Joaquín Murrieta”; más tarde, hacia el apogeo del renacimiento chicano, Rodolfo Corky Gonzales publica I am Joaquín (1969), título que retoma un diálogo de afirmación e identidad de Murrieta, el cual se encuentra en la narración de Pájaro Amarillo, quien montado en su corcel, se agacha para susurrar al oído de sus enemigos, “Yo soy Joaquín”, para luego incrustarles un plomazo.
Jorge Luis Borges nunca incluyó en su Historia universal de la infamia el relato que recrea, una vez más, el mito del bandido convertido en héroe aztlanense. Quien quiera localizarlo, en la revista Sur ahí lo encuentra desgajado de las Obras Completas.
La nacionalidad del mito Chile se la disputaba a la patria de la que surgió. Disputa que quedó zanjada en Joaquín Murrieta, el Patrio, de Manuel Rojas (Baja California, edición de autor, 1986), quien ahí demuestra irreprochable y documentalmente la nacionalidad del protohéroe chicano.
Joaquín Murrieta, un personaje con tema y circunstancia que finalmente heredó Pablo Neruda, con quien obtuvo la celebridad poética en el mundo de habla hispana por el drama en verso Fulgor y muerte de Joaquín Murrieta, bandido chileno (1976).
Carlos López Urrutia afirma en una de sus notas a la edición que se conoce una sola foto del patriota; reproducirla en páginas liminares de este volumen hubiera sido uno de sus aciertos. Uno solo, pues la edición inusualmente está muy descuidada y la traducción es un engendro.
Al final del “Apéndice”, López Urrutia afirma que “Murrieta, el Patrio para los mexicanos, el feroz Murrieta de la leyenda, no fue chileno. ¡Gracias a Dios!” Dejo pasar la ironía y su sarcasmo. Olvida que, junto con Jacinto Treviño, Gregorio Cortez y Juan Nepomuceno Cortina, los otros bandidos sociales, Joaquín Murrieta dio origen a uno de los mitos fundadores de la comunidad chicana; es la raíz, la razón y el símbolo de su resistencia cultural.
Vida de Joaquín Murrieta, John Rollin Ridge (Pájaro Amarillo)
Introducción, traducción y notas de Carlos López Urrutia, México, Libros del Umbral, 2001, 150 pp.

Referencias

LA ESTÉTICA DEL TELEGRAMA, por José María Espinasa

http://www.nexos.com.mx/librosArtic.php?id_article=1407&id_rubrique=589

lunes, 27 de agosto de 2007

Referencias

Tarjeta de presentación


LOS OFICIOS DEL RELÁMPAGO, por HOMERO QUEZADA

viernes, 24 de agosto de 2007

Microcuentística

Poéticas de la microficción

i.m. Augusto Monterroso

La significación más aceptada para el novedoso concepto de la microficción, engloba dos ámbitos complementarios: uno se refiere a las expresiones literarias cuyo orden remite a la concisión, ya sean viñetas, aforismos, leyendas, fábulas, estampas, adivinanzas o el mismo cuento brevísimo, entre otros; el segundo se encarga solamente de las expresiones del microrrelato, ese nuevo género lilliputense que empieza a ser evaluado por la historia literaria, la academia y favorecido por las editoriales.
En México tal modalidad genérica goza de una tradición cuyos antecedentes más remotos se pueden ubicar en la cultura literaria del siglo xix, en las plumas de las eminencias que lo practicaron pero también en los redactores anónimos del periodismo decimonónico, quienes constituyen los basamentos protoliterarios sobre los cuales se asentó el dicho género a inicios de la centuria pasada.
Quien indudablemente se ha convertido en un pionero en la sistematización y estudio en la cátedra universitaria, la divulgación periodística y el ensayo, sin desdeñar los medios que ofrecen las nuevas tecnologías como internet, así como la recopilación ordenada de una práctica ignorada, pero fervorosamente ejercitada por los autores nacionales, como se infiere por su docena de repertorios publicados, es Lauro Zavala, investigador universitario a quien debemos la publicación de —hasta ahora— la más ambiciosa antología del género. Ambiciosa por el marco temporal que encierra —un siglo— y por la geografía regional que ciñe: nuestro país. El microrrelato mexicano del siglo xx. Éstos son los dos pilares del arco espacio temporal que abarca su más reciente florilegio, Minificción mexicana (México, unam, 2003), pero antes de comentarlo, conviene detenernos, por dos razones, en su antecedente más inmediato. Primero por el lugar donde fue editado y desde donde —quiero pensarlo así— se está distribuyendo al resto del mundo: Colombia. Segundo, porque por vez primera el microrrelato mexicano es objeto de una antología sistemática, que a su vez forma parte de una serie (La Avellana) que tiene por objeto compendiar las expresiones nacionales del cuento jíbaro en Latinoamérica. El propósito de la serie, afirman sus editores, “es constituirse en una respuesta positiva a la dispersa producción minicuentística hispanoamericana, difundiendo en forma de antologías los minicuentos más representativos de cada uno de los países que constituyen esa gran franja marcada por lo hispanoamericano”.
Las antologías disponibles no se habían detenido en las modalidades particulares de cada nación americana, pues se diseñaban habitualmente conforme a insostenibles criterios supranacionales; es decir, ponían el acento en la expresión continental latinoamericana, o bien abarcaban toda la región hispanoamericana, los cuales eran los marcos geopolíticos que acotaban dichos repertorios. Sin embargo, a pesar de tales delimitaciones, no existe hasta el momento una antología general del microrrelato latinoamericano, o una ceñida estrictamente al orbe español, peninsular, que den cuenta de la evolución del género, sus autores, obras y circunstancias. Menos aún, por regiones, verbigracia, de Centroamérica o el Cono Sur.
De este modo, La minificción en México, 50 textos breves (Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional-Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, 2002), en presentación y selección de Lauro, va acotando en tiempo y espacio una institución literaria cuyos fundadores nos remiten a la asociación intelectual que animó el Ateneo de la Juventud (Alfonso Reyes, Genaro Estrada, Mariano Silva y Aceves), aunque Lauro olvida incluir en su repertorio a Francisco Monterde, fabulador de microcosmos premodernos, pero en cambio está presente la escritura indianista de Andrés Henestrosa, pluma sin grupo identificado o pertenencia generacional evidente. Asimismo incluye a algunos de los autores nacidos en la década de los años cincuenta, quienes conforman las generaciones literarias surgidas entre los años sesenta y ochenta. En esta antología se representa a las generaciones de los ateneístas, del Medio Siglo e intermedias entre la transición, la continuidad y el presente de la narrativa breve mexicana. Ese medio centenar de autores convocados permite un diagnóstico de la microficción mexicana del siglo xx.
La minificción en México merece tres cuestionamiento y un elogio: la singular organización cronológica, que no persigue estrictamente un criterio evolutivo; algunos de los autores presentes no han recogido en forma sistemática sus incursiones por el cuento brevísimo, el cual ha sido un criterio de selección antológica básico; la falta de un repertorio bibliográfico final que lo complemente, considerando que se trata de un volumen universitario cuyo objetivo inmediato es difundir la expresión microficcional mexicana en Sudamérica. Y cumplidamente, registra los tonos, modos y formas en que ha incursionado, experimentado y consolidado el género durante el siglo pasado. Motiva que Lauro se haya puesto como límite formal las arquitecturas narrativas arraigadas del cuento brevísimo, a saber: “minicuentos (clásicos), microrrelatos (modernos) y minificciones (posmodernas)”, conceptos que sostienen una taxonomía, una propuesta de estudio y, en ciernes, los prolegómenos de una teoría de la microficción.
A su vez, en Minificción mexicana esas arquitecturas narrativas se ven levemente opacadas por la inclusión intrusa de sonetos, palindromas, fragmentos de crónicas novohispanas o retazos escogidos de novelas (Cartucho, Terra Nostra, La feria), ausentes por cierto de La minificción en México, cuerpos extraños y ajenos que deben descartarse de los estudios de la microficción por tener espacios propios de estudio y divulgación, por ser acogidos por un público perfectamente delineado y, sobre todo, por pertenecer a expresiones opuestas a la microficción, dicho sea en aras de la delimitación de las marcas de frontera que distinguen al nuevo género, ya de por sí escurridizo, todavía carente de una teoría estética que lo sustente, huérfano de una historia literaria y de un razonamiento deontológico que lo apuntale.
Aún así, la selección global es el muestrario más representativo del microrrelato en México, pues están presentes las figuras axiales, que Lauro bautiza como “los precursores”, las figuras tutelares representadas por el “canon A. T. M.”: Arreola, Torri y Monterroso, así como por el nuevo paradigma de la escritura microficcional (José de la Colina, Felipe Garrido y Guillermo Samperio), que en palabras del compilador representan al “nuevo canon”, aunque sus poéticas difícilmente se emparentan por la generación, procedencia regional, voluntad de estilo o la elección del microcosmos que se empeñan en recrear. En su afán clasificatorio, Lauro se detiene en ellos como si después de ese singular trío el tiempo creativo del microrrelato se hubiese detenido. Hay otras plumas que continúan la tradición, ya que con sus invenciones están renovando al género.
Por las exigencias del derecho autoral, la profesionalización del editor a cargo del volumen y la seria labor de compilación, en esta antología sí se da noticia bibliográfica de los textos seleccionados. No podría ser de otra manera, tratándose de un libro pensado, amasado y horneado en una estación de trabajo de la unam. Merece también un comentario positivo la pulcra edición —a diferencia del libro colombiano, en el que abundan las erratas y pifias tipográficas—, el cálido diseño gráfico de la portada y la limpia formación de las páginas interiores que contienen este florilegio.
Los padres fundadores del microrrelato mexicano forman un cuarteto (Reyes, Estrada, Silva y Aceves, Monterde), que llamaré por el momento la Primera Ola, la época inicial del cuento breve en el siglo pasado. La Segunda la integrarían lo que he llamado en otro lugar el canon Torremonte (Julio Torri, Juan José Arreola y Augusto Monterroso), que fueron los maestros del tercer reflujo de escritores de brevedades: Raúl Renán, José de la Colina, René Avilés Fabila, Salvador Elizondo, José Emilio Pacheco, entre sus principales cultivadores. Los Protagonistas del Medio Siglo.
En la cuarta época predominan Felipe Garrido y Guillermo Samperio, pero coinciden en ella Martha Cerda, Ethel Krauze, Mónica Lavín y Rosa Nissán, las imprescindibles voces por las que se incluyó el mundo de la mujer contemporánea en la microficción vigesímica. Una nómina de escritoras proclives al microrrelato, la cual distingue a nuestra tradición del cuento breve del resto de las latinoamericanas, donde más bien escasean.
Rosa Beltrán, Luis Humberto Crosthwaite, Marcial Fernández y Javier García-Galiano, son la cresta más reciente de narradores, miembros prominentes de la generación de las Décadas Perdidas —pues hizo su aparición justo cuando el desarrollo económico de México creció en términos de bajo cero, aumentó la emigración de manera apabullante y la calidad de vida descendió a niveles vergonzantes, entre otras condiciones todavía prevalecientes—, promoción que considera el cuento brevísimo como una práctica legítima del ejercicio literario, legitimada por sus antecesores ilustres, las promociones editoriales, la difusión periodística y las exigencias del ciberespacio.
La minificción en México y Minificción mexicana son dos recuentos que servirán para la elaboración de la necesaria historia del cuento brevísimo, y apoyarán sustantivamente en la formulación de las poéticas de la microficción vigentes en el siglo xx.


Lauro Zavala, La minificción en México, 50 textos breves, Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional-Universidad Autónoma Metropolitana Xochimilco, 2002, 65 pp. (La Avellana)
Lauro Zavala, Minificción mexicana, México, unam, 2003, 308 pp. (Antologías Literarias del Siglo XX)

“Poéticas de la microficción”, fue publicado en Milenio Cultural (México), septiembre 27 de 2003, p. 4.

Ensayística

La tribu de los nuevos fabuladores

Inicio con una paráfrasis del epígrafe que abre El centauro en el túnel (ensayos sobre narrativa mexicana): “Uno quisiera saber qué piensan, cómo son las generaciones que dentro del túnel no ven sino más túnel, las marcadas por la depresión y las catástrofes de los ochenta: ¿cuál será —empiezan a ser— su pensamiento estético, su arte y su literatura, sus valores y sus regocijos, sus rencores y sus respuestas a un país ni tan oscuro ni tan iluminado?”, el cual se debe a la pluma de José Joaquín Blanco, que hace suyo Mauricio Carrera al interrogar a sus pares, cuestionar a los miembros de su generación, ortegeanamente definida —la que va de 1955 a 1969—, y entrevistar a sus afinidades electivas. Una conversación con los protagonistas de un tiempo incierto, sujetos además a un mercado caníbal, en un momento en el que todavía se glorifica la victoria cultural del neoliberalismo.
El resultado de ese escrutinio está en El minotauro y la sirena. Entrevistas ensayos con nuevos narradores mexicanos (México, Lectorum, 2001), obra que expande sus registros —ya que el cuento, el periodismo cultural, la novela y ahora el ensayo forman parte de sus plenos dominios—, en la que la muy diversa y compleja tribu de los nuevos fabuladores (en orden de aparición: Enrique Serna, Rosa Beltrán, David Toscana, Ricardo Chávez Castañeda, Mónica Lavín, Guillermo Fadanelli, Ignacio Padilla, Cristina Rivera-Garza, Fernando Rivera Flores, Mario González Suárez, Ana García Bergua, Mario Bellatin y Jorge Volpi), dan cuenta de sus fobias, adscripciones literarias, militancia artística, métodos y procesos de trabajo, infancia o juventud, pininos y maduración de las respectivas propuestas narrativas.
En ese ceñido inventario, aunque las elecciones siempre implican una exclusión, extraño —dicho sea sin objeción a su catálogo, ni a los criterios de selección— a ciertos narradores que desde el Norte han dado una manita de gato, por no decir zarpazo de león, al estatus dominante de las narrativas metropolitanas y al canon central que dirime los gustos, criterios y promociones. Pienso en escritores igualmente innovadores como Luis Humberto Crosthwaite, Élmer Mendoza, Gabriel Trujillo o Rosina Conde, que cumplen cabalmente los requisitos de la suscripción a este diálogo generacional.
¿Qué nexos une a esta agrupación tan dispar, aparte del muy circunstancial acontecimiento de haber nacido en la misma región geográfica y casi en el mismo lapso temporal? Aventuro una conjetura: renovar la tradición a la que están suscritos; la profesionalización del gremio y los rasgos semejantes de la sensibilidad artística, son otros de las condiciones que los acercan.
¿Qué los distancia? La falta de una denominación propia que los identifique, les otorgue cohesión y coherencia en su militancia; en suma, el espíritu grupal si exigimos o queremos ver en ellos a una generación.
En el relevo generacional ellos están llamados —y obligados— a ocupar una posición en el frente de las letras, aunque ya lo hacen sin aspavientos. Puesto que son ya lectura obligada, se encuentran en los más variados repertorios editoriales, hoy conforman una ineludible presencia en la plaza pública. Sin su voz y sin su voto la república de las letras se convertiría en mera simulación priísta. La república literaria y la tribuna están atentas a sus innovaciones, como a su exploración del pasado, a la reinvención del presente y a los designios de nuestro porvenir.
El recuento de sus aportaciones a la literatura mexicana que se fraguó entre las dos últimas décadas del siglo pasado y la que inicia, se hará sin apresuramientos en el transcurso de la presente década. El paso del tiempo cernirá las innovaciones. La lectura sosegada valorará sus propósitos y el ánimo que llevó a esta generación disgregada a impulsar la renovación de la tradición.
Ciertamente, son una agrupación que aún no ha llegado a las aulas, pues la currícula universitaria todavía no la incluye en sus cursos y, parcialmente, la crítica universitaria se ha negado a convertirla en su objeto de estudio. Por contraste, la recepción crítica que ha merecido, se ha hecho en las revistas literarias, en los suplementos culturales, y, en última instancia, en los congresos sobre literatura mexicana contemporánea que se han realizado en Europa y Estados Unidos. La prueba de este aserto son las fuentes documentales en que están amparados los asedios críticos de Mauricio Carrera y Betina Keizman quienes, a la manera del taller de la escritura de Julio Ortega, proponen conversaciones, encuentros y entrevistas literarias. Pertrechados con la información disponible, exploran, descubren, abren brecha, trazan paralelismos, indagan en las influencias y la vida cotidiana de los protagonistas de la literatura mexicana en el umbral del milenio. Asimismo animados por el afán de “contribuir a un mejor conocimiento de la nueva narrativa mexicana”. Un propósito que no carece de valentía, espíritu crítico y valor documental.
A Carrera y Keizman debemos agradecerles la voluntad de saber que animó la propuesta y ejecución tanto de El minotauro y la sirena como de su hermano gemelo, El centauro en el túnel. Su lectura significó para mí la incursión a una nueva geografía, a conocer el norte y el sur de la novísima narrativa mexicana.
Mauricio Carrera y Betina Keizman
El minotauro y la sirena. Entrevistas ensayos con nuevos narradores mexicanos,
México, Lectorum-cnca-Fonca, 2001, 262 pp.
Mauricio Carrera
El centauro en el túnel (ensayos sobre narrativa mexicana),
México, Tunastral-cnca-Fonca, 2001, 146 p. Colección Criterio 3.

Microcuentística

Werther, el circo y las muñecas

A unos meses de que se cumpla el centenario de la publicación del primer microrrelato fechado de Julio Torri, han aparecido al menos cuatro libros de microrrelatos que me interesa destacar: Cuentos tipográficos (2000) de Alejandro Roque; de Leo Mendoza (2003), la reedición de Confesiones de Benito Souza, vendedor de muñecas y otros relatos, de Javier García-Galiano (2002), Circo de tres pistas y otros mundos mínimos, de Luis Felipe Hernández (México, Ficticia, 2002), además de las antologías del cuentólogo mexicano Lauro Zavala La minificción en México, 50 textos breves (2002) y Minificción mexicana (2003), que al compendiar un siglo de escritura y un centenar de autores, proporcionan legalidad artística y legitimidad literaria al género del microrrelato.
“Werther”, el cuento de Torri, fue publicado en un mensuario llamado La Revista, editado en Saltillo (Coahuila), que apareció con fecha de 1 de febrero de 1905, doce años antes de su libro inaugural Ensayos y poemas (1917), la Biblia de la microficción mexicana.
Por este cuento breve considero a Torri como el padre fundador del microrrelato mexicano y del resto de Hispanoamérica, pues hasta ahora es el cuento datado más antiguo del siglo pasado, sin considerar a los relatos breves de autor anónimo que fueron publicados en la sección literaria del periódico El Progresista. Periódico semanario, impreso entre 1903 y 1904, en la ciudad septentrional de Ensenada, Baja California.
Sin embargo, he localizado otras narraciones que valen por su peso protoliterario en el diario La Libertad, en su edición del 28 de agosto de 1879, pero son de autoría anónima. Pero La Libertad se editaba en la ciudad de México y era órgano de información de una capilla dominante, no así El Progresista, publicación omniscia relegada a los confines de la patria; de ahí su valor documental.
Mientras descubrimos más zonas de la arqueología literaria que nos permitan documentar, datar y ubicar el origen del microrrelato, preparémonos para celebrar este primer centenario del “Werther” torriano. Entretanto, sigo sosteniendo mi hipótesis de posibilidad: Julio Torri es el inventor del “cuento brevísimo”, como lo bautizó el maestro Edmundo Valadés en su revista El Cuento.
Ahora bien, hasta dónde llega en ese trío de novísimos narradores el ascendiente torriano. Ubico claramente su presencia en Leo Mendoza, en la prosa sosegada de García-Galiano y en la invención circense, futbolística y de hincha, en la crueldad de los cuentos de hadas que nos vuelve a contar Luis Felipe, en cuyo más reciente libro me detendré para explicar su influjo. Primera influencia innegable: la presencia cuentística de “Circe” en el relato “Pasión”, que prolonga el tema circadeano en el microrrelato mexicano, que apareció por primera vez en Ensayos y poemas, de 1917.
En apariencia, la poética de Hernández no es afín al postulado torriano de la brevedad, por el largo y kilométrico título, Circo de tres pistas y otros mundos mínimos; sin embargo, el título de la portada es engañoso, pues los cuentos, representados en su mayoría por un sustantivo, se ajustan a cuatro características que se desprenden del cuento por homenajear: invariablemente son breves, también concisos, de ahí que su autor halla logrado condensarlos, además exigen una elipsis y contienen una revelación súbita que se desvela en la epifanía.
En consecuencia, la brevedad, la concisión, la elipsis, la condensación y la epifanía son connaturales a los cuentos jíbaros de Luis Felipe. Pero hay más. También son palimpsésticos, pues recrea antiguos mitos que se desprenden de la literatura infantil. Torri tenía como sustrato a Goethe; la narrativa de Luis Felipe tuvo como cuento madre a la literatura infantil, de la que apareció otro texto nunca antes pensado.
La microficción es una literatura putativa.
Respecto a su innovación temática, Luis Felipe es el primer microficcionista mexicano que atrapa en sus redes literarias el mundo futbolístico y lo hace asunto de sus relatos, también ubico como primera aparición temática el mundo siniestro del circo.
Por último, el mundo de la imagen fotográfica es otro gran acierto en la narrativa de Luis Felipe, que se agrupa en la sección “Pajarito, pajarito”, por la que se logra ese afán de los “copiadores”, como llaman en algunas zonas zapotecas a los fotógrafos, de robar el alma de los objetos e individuos, o modificar el rostro de los retratados y en los retratos.
En otro lugar afirmé que como natural extensión de sus talleres y tareas de promoción cuentística, Ficticia se convirtió el año pasado en editorial, consecuentemente promueve el catálogo de los ficticianos, entre ellos a un microcuentista: Luis Felipe Hernández (ciudad de México, 1959), actuario y cantante de ópera en el coro de Bellas Artes, quien en su primer libro de relatos, Circo de tres pistas y otros mundos mínimos, expresa su simpatía, agobios y voluntad de estilo por el género.
De las cuatro partes que lo constituyen, “Cruentos de hadas, “Pasiones futboleras”, “Pajarito, pajarito” y “Circo de tres pistas”, sólo la primera se apega a los elementos primordiales del relato palimpséstico, el cuento de otro cuento; el resto retoma además del chiste, rasgos de la anécdota y el aforismo.
La originalidad del volumen reside en el transplante de los temas que enuncian: el futbol, los cuentos de hadas crueles, la fotografía y el circo. En todos los cuentos el excipit está supeditado al desarrollo de la trama. Un final que se busca primordialmente por nocaut, inapelable.
Hoy lo reafirmo: Luis Felipe es autor de cuentos de una temática original.

Luis Felipe Hernández, Circo de tres pistas y otros mundos mínimos, México, Ficticia, 2002, 119 pp. (Biblioteca de Cuento Anís del Mono)

Septentrión

La fiebre por el narcotráfico

La fiebre por la recreación de los flagelos que causa el narcotráfico ha contagiado las letras del cono sur; esa temperatura literaria principalmente la sufren la novela colombiana: La virgen de los sicarios (Alfaguara, 1999), de Fernando Vallejo, o Leopardo al sol (Anagrama, 2001), de Laura Restrepo, dos de sus ejemplos más recientes; y la brasileña: Inferno (Companhia das Letras, 2000), de Patrícia Melo, que también la padece.
La novela del narcotráfico es un fenómeno literario típicamente latinoamericano, que intenta mostrar cómo esa subcultura carcome a las instituciones, muestra también el grado de su penetración social y, sobre todo, que en la batalla sin tregua entre el Estado y los capos, éstos llevan la iniciativa de combate. De ese encuentro brutal —coinciden la ficción y la realidad— surgen engendros sociales como la impunidad, la corrupción, la represión y la desaparición forzada de la ciudadanía cómplice o inocente.
Los escritores mexicanos no han querido quedarse rezagados en la exploración de esa veta. Ya Óscar de la Borbolla escribió su parodia en La vida de un muerto (Nueva Imagen, 1998). Sin embargo, el tema y su explotación siguen siendo patrimonio casi exclusivo de los narradores radicados en la frontera norte mexicana, pues son ellos quienes más se han impregnado en su trato cotidiano de esos crudos modos e inciviles hábitos de vida. Ellos los han vivido y padecido. Saben de los estragos sociales que ha causado el poder del narcotráfico. Conocen sus mecanismos, la forma de enquistarse en los estamentos sociales, así como la tenia de las adicciones entre los grupos más vulnerables, pero también entre los grupos de poder regional.
El ejemplo más reciente es la novela del escritor sinaloense Élmer Mendoza (Culiacán, 1949), El amante de Janis Joplin, en la que al explosivo tema del narcotráfico, ayunta la pasión del beisbol, los trasiegos de enervantes por la guerrilla sesentera en bendita alianza con el narco, la fugaz aparición de la legendaria cantante del rock ácido, la Bruja Cósmica; la delincuencia organizada en la figura de los representantes de la ley, la tortura a los sedicentes y la impunidad otorgada a los órganos de seguridad. Con esos elementos hace de El amante de Janis Joplin una novela escrita con el más típico léxico de la época (el contestatario, el caliche y el regional), hábilmente estructurada, impecable en sus diálogos y monólogos entretejidos.
Los personajes (los narcos, los guerrilleros, los judiciales, el capo, los presos comunes; las novias, las amantes y las familias) cumplen a cabalidad su papel de protagonistas o comparsas. Y sus motivaciones (ascenso social, voluntad de cambio, poder) son reales por verosímiles.
Ciertamente, Mendoza redescubre esas zonas al norte de la república donde el narcotráfico ha montado sus reales, regiones de las que difícilmente se podrá erradicar, mientras —así se postula implícitamente en la novela— la demanda estadounidense de paraísos artificiales siga a la alza.
El amante de Janis Joplin es el más certero recuento literario de la avasallante subcultura del narcotráfico en las franjas fronterizas, donde se enseñorea, acampa y se recrea en sus códigos, vestidos y gestualidades, léxico, música y leyes.

El amante de Janis Joplin
Élmer Mendoza
México, Tusquets, 2001, Andanzas, 246 pp.

La novela quincenal

Bajo el signo del ocho rojo

No suele pasar que un hombre al llegar a las siete décadas, decida bautizarse como escritor, escritor de novelas, por lo demás. Es una decisión inusual en el mundo de las humanidades, las ciencias y el resto de los campos del saber humano. Sin embargo, en el crepúsculo de su vida o en el alba de los sueños, Gerardo Unzueta no se arredró ante tal desafío; por el contrario, se fijó una tarea nada mundana: con su personal estilo de narrar, domeñándolo libro tras libro, se trazó una meta más de su vida, por la que espero conquiste la perpetuidad literaria. Por lo demás, ya encontró su registro en la historia, el periodismo y la política militante y parlamentaria.
Conocí a don Gerardo hace unos tres años, cuando apenas había aparecido su novela de iniciación, La Grande y el Diablo (México, Galileo Ediciones, 2001), la cual me obsequió con una firma y su respectiva dedicatoria, mientras bebíamos sendas tazas de café en el Konditori de Insurgentes y Félix Cuevas.
Tuve la fortuna de conocerlo gracias a la siempre amigable intervención de Primitivo Rodríguez Oceguera, el migrantólogo mexicano, querido maestro mío, quien junto a otros miembros prominentes de la Coalición por los Derechos Políticos de los Mexicanos en el Extranjero, me habían invitado a participar en los trabajos germinales que prepararían el surco que cosechó la aprobación del voto de los mexicanos que viven lejos de la suave patria; derechos de acción y representación de los que hablaré más tarde brevemente, pues don Gerardo en su foro periodístico, además de las consejerías y las positivas acciones políticas de su partido, asumieron un papel protagónico en su aprobación legislativa.
Regreso al Konditori. Al momento de entregarme en mano extendida el ejemplar firmado, recuerdo por esos procesos de la memoria agradecida, que me pidió, un poco con esa ansiedad juvenil del escritor primerizo, que le hiciera llegar mis observaciones a su novel novela. Le contesté que sí, un poco obligado por la circunstancia, que sería un grato honor llevarle mis escolios a La Grande…, más atraído por las medallas que luce en el pectoral del combatiente político, que por la fascinación que podría ejercer uno de los cuadros de la más añeja izquierda.
Ahora que me lo encuentro, por las maledicencias del azar, en el plantel Tezonco de la Universidad Autónoma de la Ciudad de México, luciendo no aquel pinino literario, sino el primer panel de una tarea que se antoja tremenda por abrumadora: novelar en cuatro volúmenes los momentos decisorios de la izquierda mexicana: las décadas sangrientas, fatales, altamente represivas y de victorias pírricas para el estado ejecutor.
Un cuarteto cuyo panel inicial, La Julia y sus dos ataúdes (México, Galileo Ediciones, 2004), arranca con el registro de las batallas sindicales de los camineros, sus victorias y derrotas, idiosincrasia, hábitos gastronómicos y etílicos, fiestas patronales y santoral revolucionario; el segundo, especulo, yo lector, con las fechas que enumeran la solapa izquierda del libro, abordará el movimiento ferrocarrilero de 1958; el tercero, sigo con las especulaciones, estará dedicado a esa cuenta de los años con que se cifra la ignominia y la infamia, 1968, anualidad que, ya desde su enunciación, nos convida de la trama. 1968, año de la desesperanza de una generación, tercer libro donde el autor recogerá sus experiencias vívidas por vividas en la cárcel, la lógica de su militancia, así como la memoranda del movimiento y la predeterminación política de su partido, el ya desaparecido Partido Comunista Mexicano. El siguiente, continúo especulando con las tramas y los argumentos, narraría el primer triunfo electoral de la izquierda mexicana en una elección presidencial, victoria convertida en derrota por las realidades de la ingeniería electrónica y el poder absolutista del priato. 1988, año de Cárdenas.
Dichos episodios nacionales han sido tocados por la pluma, imaginación y novelería de otros escritores que comparten la misma filiación política de Gerardo, aunque sólo mencionaré a unos cuantos, entre ellos a José Revueltas, que en más de una novela los barruntó, pero exigen su lugar las novelas políticas El apando y Los errores; Juan de la Cabada y Gerardo de la Torre, por sus remembranzas del movimiento ferrocarrilero y simpatía por los desposeídos, además de ciertas prosas de René Avilés Fabila. Cabe agregar en este mínimo recuento de temas y autores, algunos pasajes en las memorias de Valentín Campa. Sin embargo, la década inédita en la narrativa mexicana, hasta ahora y según entiendo, es la relativa al año de 1988, pues sigue siendo una cantera virgen. Todavía no nace la novela del 88.
El desafío, entonces, consiste en novelar cuatro décadas de historia y política. De ese tamaño es la empresa que se ha propuesto Gerardo. Cuarteto que, por cierto, exige gritando un nombre, que hoy —para mí y sólo para mí— llamaré como Cuarteto del Ocho Rojo; empero, no quiero que me acusen más tarde de usurpar las funciones del autor, ya que es tarea del tamaulipeco bautizarlo.
Explico el por qué del nombre. Lo bautizo así por el dígito final de las dataciones, el infinito fatal que representan y porque el color simboliza las batallas en el desierto de la izquierda mexicana, que alegraron buena parte del grandioso siglo veinte. Batallas en las que participó, ya lo dije arriba, Gerardo. Al compendiar el florilegio de esos días, él se convertirá en una de las referencias obligadas en la reconstrucción histórica de las referidas décadas.
Antes de comentar el primer movimiento narrativo, quisiera bocetarles una semblanza de Gerardo Unzueta, nacido en Tampico (Tamaulipas) en 1925, quien además de militante comunista, asesor legislativo, editorialista, diputado, editor y ensayista político, abogó en su columna y actuó en consecuencia, para que se hiciera realidad política lo que el precepto constitucional obliga: que los ciudadanos de la diáspora mexicana puedan sufragar y ser electos en los procesos electorales de la nación. Derecho convertido en una realidad hace dos semanas, al aprobar mayoritariamente la Cámara de Diputados el voto postal de los mexicanos que, huyendo de la miseria, encontraron en Estados Unidos el pan, la sal y el vestido con que alimentar y arropar a su progenie.
Gerardo, su partido —el PRD— y la facción militante que encabeza su hijo en Chicago, al lado de los grupos, coaliciones, federaciones y asociaciones tuvieron la visión, la voluntad de triunfo y la tenacidad política para lograr una rotunda victoria, por la que se reconoce el papel de los migrantes en el fortalecimiento de la democracia mexicana.
Hasta aquí la semblanza. Ahora vuelvo al cuarteto. A su volumen de apertura.
La Julia y sus dos ataúdes compendia las tribulaciones de los camineros que construyeron la carretera transístmica que une el golfo de México con el océano Pacífico, trazada en la misma ruta geográfica que el imperio quiso construir en tierra nativa lo que más tarde sería, en otro tiempo y espacio, el canal de Panamá. Ellos levantaron la carretera que comunica esos cuerpos de agua que arrullan las costas de Puerto México (Veracruz) y Salina Cruz (Oaxaca).
En ese relato, los camineros son agentes del progreso en sus diversas variantes: económico, social, político y cultural. Se trata de esos hombres sin historia que sólo a través de la literatura encuentran su lugar en la épica sordina de los acontecimientos indocumentados.
El fino oído de Gerardo reconstruye el habla popular de los camineros, que es vivaz, folclórica, mordaz, juguetona y pícara; un habla de camaradas, de gentes de trabajo, materia prima de la reconstrucción histórica de La Julia…
Los camineros tienen la misma proyección y perfil de los personajes literarios de Marcel Schwob: humildes, abnegados en su lucha, silvestres, coloquiales en sus identidades, sólo escuchen sus nombres: Chayo, Chicles, David, la Julia, Diablo, etc… Hasta incluso la Grande, protagonista de la primera novela y, por extensión, el Diablo, el otro personaje que vitaliza el relato. Todos ellos están animados por la voluntad de saber, el afán de justicia y la poética de la liberación que despierta los anhelos del oprimido.
Es justamente ahí, en el afán de redención, donde se encuentra el socavón más desafiante, pues el autor en ciertos pasajes explicativos pierde el impulso narrativo, tropieza con ellos y, al erguirse para continuar con el relato, nada más hilvana con la hebra del editorialista, interpela a sus adversarios políticos o explica pasajes de la historia mundial con la inteligencia del analista político que documenta realidades sociales; o bien, en otro momento, disecciona una problemática social para informar, educar y consensar con el público cautivo que lo sigue en sus páginas sabatinas de El Universal. La ficción narrativa no comulga con el análisis político, aun tratándose de una novela histórica, como se pretende la de marras.
De igual modo, La Grande y el Diablo comparte el mismo pecado de origen: el analista político se desboca por la trama, relegando al memorialista, usurpando las funciones del narrador en tercera persona que debe cumplir con su cometido intrínseco: recrear el sustrato autobiográfico con que ha sido amasada esta novela de iniciación literaria. Pecadillo por el que se transita alegremente, pues uno de sus polos de atracción radica en los sujetos reales —la abuela de Gerardo y él mismo— que prestan su personalidad, hechos de vida y modos de habla a los protagonistas de esta ficción.
Concluyo mencionando dos hallazgos de las novelas: la recreación del habla popular con que han sido amasadas las dos novelas, lo que las dota de amenidad, gracia y humorismo, así como el registro de vida de los militantes, pero sobre todo, los códigos deontológicos con que regían sus combates políticos e ideológicos, costumbres, organización sindical y métodos de autodefensa.
Don Gerardo, ahora le entrego de viva voz mi escolio a los tomos de avanzada que darán forma a ese cuarteto de los episodios nacionales, cuya cifra es la marca incandescente del ocho rojo, aunque éste no se convierte en un infinito fatal.
Camarada Unzueta, espero haber cumplido mi promesa, saldado mi deuda y refrendado la palabra empeñada.
Enhorabuena.

Chicanalias

jueves, 23 de agosto de 2007

Microcuentística

Un decálogo para la nanoliteratura

Diez postulados para fomentar una política literaria de la nanoliteratura.

1. La nanoliteratura finca sus adoquines entre las formas de la expresión breve.

2. El salmo, el apotegma, la parábola; el cuento brevísimo, la greguería, el aforismo, el chiste literario y el poema en prosa, además de otros géneros literarios, es donde la poética de la brevedad traza sus linderos, donde obtiene su continente; continencias que forman el objeto de estudio de la nanoliteratura.

3. La adivinanza, el refrán, el chiste tradicional y demás arquitecturas expositivas de la oralidad popular, por ser anónimas y consecuencia de una tradición oral donde se condensa el saber abigarrado de la cultura popular, no se corresponden con la sistematicidad que pretende la nanoliteratura.

4. El imperio literario de los géneros mayores (novela, cuento, ensayo, poesía), eclipsó durante el siglo xix, a consecuencia de las urgencias cívicas y culturales de una nación emergente, a los “géneros menores”, que son el soporte del poema en prosa, el aforismo, el microrrelato… Ese peso de la tradición aún mantiene soterrado al pensamiento condensado y la invención breve. La tenue luz que obtienen de la academia o la tertulia literaria, se debe a la aparición súbita y meteórica de un nuevo libro aforístico o microficcional.

5. En el siglo xx, el microrrelato mexicano nace y es bautizado por Julio Torri, su padre literario. Edmundo Valadés, en la medianía de la centuria pasada, fue su mecenas y difusor continental.

6. A pesar de que el microrrelato se deja leer en un parpadeo, el tiempo dilatado es el crisol de su escritura.

7. Aunque se escriba sobre un grano de arroz, un cuento breve condensa un microcosmos: éste, el de los hombres pequeños de las mitologías, el de los tiranos o caudillos de que da cuenta la Historia; el de esa vida minúscula del hombre sin atributos que pasea en soliloquio por aquella esquina.

8. Como ars brevis, la microficción es un arte refinado con las duras piedras de río que remolca un siglo de escritura creativa.

9. En dos obras, la microhistoria y la microficción convergen: Pueblo en Vilo y La Feria. El mismo santo patrono ampara a las dos comunidades: san José. Los dos historiadores de pueblos, Arreola y González, que documentaron sendas microhistorias, también convivieron bajo su manto y corona.

10. El microrrelato es un género en sí mismo, autónomo, independiente de sus hermanos “mayores”, regido por leyes propias; posee un panteón de letras y una rotonda de literatos ilustres; un repertorio de obras y una tradición secular que lo legitima. Lograr la sanción de su canon es una tarea que apenas comienza.

Microcuentística

El grano de arroz

En Hispanoamérica abundan las antologías de la microficción. Casi podría afirmar que ya están disponibles para cada país, región y épocas los libros antológicos que compendian su evolución, temáticas, artífices, influencias y sustratos; sin embargo, hasta ahora no existía una historia literaria que abrazara la microficción en su complejidad literaria. Sí había, en cambio, estudios parciales que procuraban apuntar los antecedentes, iniciadores y protagonistas, e incluso acercamientos analíticos que trazaban las fronteras del microrrelato, sus simpatías y diferencias con otros géneros narrativos. En ese deslinde de fronteras e inventarios de obras invertimos una década. Considero que esa etapa ya concluyó, por lo que ahora corresponde emprender otra tarea, tal vez la más ardua, menos deleitosa quizá, pero potencialmente más innovadora por sus aportaciones a los estudios literarios.
De este modo y para sincronizar con el siglo xxi, la microficción nos plantea un desafío: elaborar la historia literaria de un género narrativo que reapareció con la modernidad de los pueblos, aunque encontró su eclosión en un tiempo donde un ritmo súbito acompaña nuestras vidas. Justamente ahí, en ese espacio y tiempo, radica la naturaleza de dicho género, pues su pretensión última es condensar la historia de la humanidad en un grano de arroz. Acomodar el espacio finito de una naturaleza, reducido jibáricamente, en el microcosmos de una nuez.
Así pues, un cuento breve condensa una vida: la de los animales fantásticos, la de los hombres pequeños de las mitologías, la de los tiranos y caudillos de que da cuenta la Historia, los sueños y las utopías; la vida minúscula del hombre sin atributos que pasea en soliloquio por aquella esquina. Ahí está, entonces, la argamasa con que los escritores adoquinan los senderos que transitan la microficción.
Ahora bien, aquella orfandad analítica ya fue vencida con la primera batalla historiográfica que emprendió Lauro Zavala en La minificción bajo el microscopio (México, UNAM, 2006), que ya se dispone en nuestro país aunque levemente tarde, pues la primera edición apareció en Colombia en 2005 (Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional). Antes de pasar a comentarlo, es preciso rendir una definición. ¿Qué es la microficción? Una pregunta que intentaré responder valiéndome de un conocimiento previo.
La adivinanza, el refrán, el chiste tradicional y demás arquitecturas expositivas de la oralidad popular, por ser anónimas y basamento de una tradición oral donde se condensa el saber abigarrado de la cultura popular, no se corresponden con la sistematicidad que pretenden los estudios literarios sobre la microficción, cuyos formatos de expresión se encuentran entre los continentes de la expresión breve, por ejemplo, en el salmo, el apotegma y la parábola, pero sobre todo en el cuento brevísimo, aunque eventualmente la greguería, el aforismo, el chiste literario y el poema en prosa, además de en otros géneros literarios —digamos, “menores”—, las poéticas de la brevedad trazan sus cotos de narración, tales soportes y sustratos integran su objeto de estudio.
La nanoliteratura es una disciplina literaria acorde con nuestro tiempo, cuyo campo de estudio circunda a los “géneros menores”. Por esa naturaleza, la microficción se afirma como el benjamín de los géneros literarios.
Esa novedad más los estudios universitarios la han puesto al día en los congresos, las revistas especializadas, los suplementos culturales y la difusión masiva de internet. Ningún otro género ha recibido culturalmente esa atención abrumadora, estamos entonces ante un hecho inusitado que ha beneficiado tanto a los narradores y editores como a los analistas literarios, pues las estrategias de escritura, formas de promoción del libro y metodologías de aplicación inéditas se han puesto en práctica. Asimismo la comprensión de la lectura en las aulas universitarias ha sufrido una transformación, pues la enseñanza de una de las habilidades de la lengua —la comprensión lectora—, se ha visto reformada con un proceso de análisis textual que aprehende, ubica, desmenuza y exprime significaciones a enunciados, símbolos y referencias culturales.
En el año de aparición de La minificción bajo el microscopio, aparecieron los cuentos breves de Guillermo Samperio (Alfaguara), uno de los artífices del microrrelato mexicano; el compendio de los cuentos breves de Alfonso Reyes (UANL), que revitaliza el legado alfonsino; un florilegio del cuento jíbaro (Ficticia), que continúa la estela de los muestrarios microficcionales latinoamericanos. También se realizaron dos congresos sobre el género de marras, uno en Buenos Aires (Argentina) y el otro en Neuchâtel (Suiza); para el 2007 ya se prepara la realización de uno más en el Cono Sur. Las revistas especializadas y omniscias también han colaborado con su estudio o difusión, entre ellas Laberinto. Todas estas prácticas culturales tienen como propósito acercarse a una definición del género, buscar su consenso y encontrar la formulación de un canon, así como su sanción literaria y crítica.
Ahora bien, esas mismas acciones tienen su correlato en La minificción bajo el microscopio, cuyo capitulado obedece a una puesta en práctica del saber literario relativo a la microficción. El capítulo de apertura encierra una teoría del género, lo secunda otro con una aproximación a la microficción del tiempo presente, el siguiente continúa con las expresiones del género en la órbita hispánica, el cuarto aplica un análisis literario en tres forjadores del microrrelato latinoamericano: Borges, Cortázar y Monterroso, además cierran el volumen una entrevista, un glosario y una puntual bibliografía que recopila la información relativa al género producida en las dos últimas décadas.
En este sobrevuelo se hecha de menos una aproximación particular al cultivo del género en las letras patrias, aunque con una exploración detallada de sus apartados esa presunta ausencia se colma, pues las letras mexicanas, como la literatura latinoamericana y en menor medida la anglosajona y española, se encuentran representadas en los nodos temáticos que anudan cada ensayo. Tales literaturas —o mejor dicho y escrito: narrativas— sirven a Lauro Zavala para aplicar, confrontar y ajustar los prolegómenos de una nueva teoría de los géneros narrativos. Además de entrelazar una red de enunciados, vocablos, conceptos y definiciones que sistematizan un marco teórico aplicable al estudio de la microficción.
En La minificción bajo el microscopio se establece una poética, una didáctica y una metodología propias para auscultar el género del milenio, cuya distinción cultural quizá se encuentre en el consenso y disenso del valor artístico y literario de la minificción.
La obra antológica, las tareas de difusión y práctica de la enseñanza sobre este singular género emprendidas por el también catedrático universitario, se representan en Relatos vertiginosos. Antología de cuentos mínimos (Alfaguara, 2000), El dinosaurio anotado (Alfaguara, 2002), La minificción en México (Bogotá, Universidad Pedagógica Nacional, 2002), Minificción mexicana (UNAM, 2003), entre otras publicaciones. Esta empresa cultural, de estudio y divulgación consolida a su autor como uno de los cuentólogos mexicanos más consistentes entre una promoción de estudiosos que fijan al cuento como epicentro de sus inquisiciones analíticas. Asimismo esa obra crítica lo sitúa entre los principales historiadores del cuento brevísimo en Hispanoamérica, en medio de un comando de críticos literarios esparcidos por el mundo, que integran Dolores M. Koch en Estados Unidos, David Lagmanovich en Argentina, Fernando Valls en España, Violeta Rojo en Venezuela y Henry González Martínez en Colombia.
Queda pues, entre sus manos y bajo el escrutinio de su mirada, La minificción bajo el microscopio, de Lauro Zavala, cuentólogo.

Lauro Zavala, La minificción bajo el microscopio, México, UNAM, 2006, 254 pp. (El Estudio)
Monsiváis, máquina de la escritura

Estudiar a una celebridad viva es un acto digno de encomio, máxime cuando esa luminaria se llama Carlos Monsiváis, polígrafo que lo mismo escribe acerca de la época de oro del cine mexicano, el psicoanálisis, una crónica sobre los desnudos tumultuosos de Tunick en el Zócalo de la ciudad de México, los orígenes de la chicanidad, los más recientes fenómenos del bandolerismo encarnado en las hordas de los maras o la violencia citadina ejercida impunemente por los zopilotes del narcotráfico. El siglo xix tampoco le ha sido ajeno. El coleccionismo o su amor por los gatos tampoco. Un museo aloja ya sus piezas de arte popular.
Abro el diario El Universal del sábado pasado y me encuentro un ensayo sobre los maras firmado por él; más tarde hojeo el suplemento “Confabulario”, ahí me encuentro y leo una pausada elegía al recientemente fallecido dramaturgo mexicano Juan José Gurrola, también firmado por el mismísimo Carlos; al día siguiente, en Proceso, aparece publicada su columna “Por mi madre, bohemios”; días después, en la televisión abierta lo escucho y me regodeo con sus palabras y sus gesticulaciones sobre uno de los asuntos públicos que carcomen a la república.
Don Carlos siempre ha sido así: elocuente hasta en sus silencios, significativo incluso en sus modos gestuales, quiero decir, las formas en que no verbaliza también las barniza de signos por descifrar. Siempre ha sido así: abrasivo en sus temas, expansivo en sus originales perspectivas para abordar los más variados asuntos de la vida pública o la república literaria.
No creo que haya algún escritor vivo o fenecido del siglo xx que haya escrito con tanta abundancia, apenas alguno de los patriarcas del xix —pienso por ejemplo en Guillermo Prieto— quizá lo sobrepase en las dimensiones del librero que albergará tanto papel.
Es altamente probable que ningún tema de la mundanal vida se haya escapado a sus tratamientos, ya para divertirse, ya para aleccionarnos; ora para mofarse de la clase gobernante, o para exponer a los dinosaurios de la vieja izquierda. Nada le ha sido ajeno. Todo le es propio en sus pareceres culturales.
Sin embargo, lo más asombroso para mí de este talentoso escritor es la manera en que se actualiza, en que accede a la información más diversa, la forma en que su escritura, temas y fenómenos se rejuvenecen conforme se suceden en la actualidad.
La piel de su escritura se renueva cada vez que la inasible realidad cambia. Así, digamos por ejemplo, ante la aparición de los nuevos fenómenos del pandillerismo, él actualiza su perspectiva de análisis para ofrecer nuevas pautas de crítica que expliquen el fenómeno, busquen sus orígenes sociales y ofrezcan una prospectiva inmediata.
La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis me ha recordado ésa su peculiar naturaleza, me ha recordado también que para seguirle los pasos a don Monsi, dicho sea con el respeto y la admiración de un desconocido, es necesario haberse ganado una beca vitalicia, haber fundado un Centro de Estudios Monsivaisianos, cuyo mayor prestigio intelectual se concentre en las tareas acumulativas de su acervo, es decir, en ubicar, almacenar, sistematizar y divulgar sus siempre inabarcables e incompletas obras por la naturaleza de su talento.
En éste no tan ficticio Centro, uno de los primeros investigadores en lograr su asiento, es Jezreel Salazar, acucioso investigador de este fenómeno cultural llamado Carlos Monsiváis, pues se ha dado a la tarea de acumular toda la información relativa a la noción de urbe, las crónicas sobre la ciudad y los ensayos sobre la metrópoli que han salido de esa máquina de la escritura.
Luego de formar un cúmulo considerable con todo ese Himalaya de papel, lo cernió a la hora del viento, entonces —y sólo entonces— ordenó los granos y arrojó las mazorcas. Con ello, en dos apartados y un texto liminar, conduce al lector por los vericuetos de una ciudadela.
Digo ciudadela porque es tanto lo escrito por Monsiváis sobre el tema de la ciudad en más de cincuenta años de vida y escritura, que si esparcimos sus cuartillas escritas y publicadas perfectamente tapizarían los senderos, los jardines, las vías de acceso, las paredes y las puertas de cualquier plaza citadina. Ni una vereda tendría accesible el peatón para vagar libremente entre tanto folio impreso.
Tiene otro mérito el libro de Jezreel. La ciudad como texto es apenas el segundo libro disponible y accesible en las librerías mexicanas que aborda la naturaleza escurridiza del escritor, cronista, historiador literario, editorialista, fabulador y, como dice el profesor universitario, el “moralista” Monsiváis. Situación que me alegra, me alienta que este libro sea de la autoría de un escritor mexicano de la nueva guardia, porque el primero en aparecer pertenece a una investigadora norteamericana (Linda Egan, Carlos Monsiváis. Cultura y crónica en el México contemporáneo, México, fce, 2004). Me alegra también que éste su más reciente libro haya sido merecedor del premio nacional Alfonso Reyes en el 2004.
Aquí termina —o comienza, según se vea— la bibliografía crítica sobre este escritor nacido en el Distrito Federal en el remoto año de 1938.
De allí se desprende otro de los aciertos del libro: ante la ausencia de fuentes documentales, Jezreel no se amilanó para enfrentar a esa máquina de las mil teclas. Entró a un lote baldío, aplanó sus protuberancias, aró la parcela y nos entregó un libro pleno de novedosos acercamientos, explicativo en más de un momento. Naturalmente, original en sus aportes, ya que se vale del análisis cultural para sostener sus interpretaciones y escolios a la obra de Monsiváis.
La ciudad como texto es un ensayo amable en su escritura, claro en su exposición, elocuente y administrado en el uso de sus citas, de las que, como lector suyo, demandaría a los editores una explicación a estas dos preguntas, ¿por qué suprimieron las notas a pie de página que nos aclararían las referencias de cada cita? Apuesto a que el manuscrito de Jezreel las contenía. ¿Por qué no agregaron para compensar tal ausencia una bibliografía final? Con ello el volumen no hubiera perdido su levedad; al contrario, hubiera ganado en precisión documental.
Apenas hecho de menos ese corpus bibliográfico por que me podría haber orientado en otras inquisiciones personales y profesionales; sin embargo, los títulos más puntillosos y las crónicas urbanas más elocuentes de Monsiváis están presentes a lo largo del libro, así como en un puntual apartado que consigna la obra reunida. Dejo aquí mis comentarios a la edición, pulcra y esmerada por lo demás, para regresar al cronista y a su analista.
Infiero de mi lectura del libro de Jezreel que para ser el cronista oficial de la muy amada y terrible ciudad de México, hay que haber nacido en la persona de Carlos Monsiváis, quien prosigue la tradición de Salvador Novo, de quien por cierto es su mejor biógrafo. Una tradición que es a la vez una postura política, pues al explorar los bajos fondos, transitar por las esferas de poder, circular entre las divas para después escribir su hagiografía, frecuentar a la aristocracia y a los hombres del poder económico para bocetar sus cataduras morales establece los registros de una sociedad piramidal; además de ser el mismo otro peatón bajo la lluvia, al viajar en taxi, comprar un boleto de Metro para aporrear unas teclas y escribir en el ocaso de la tarde cómo se desenvuelve la vida en México durante el régimen calderonista.
Escribí “desarrolla la vida” porque el tiempo verbal de la crónica se conjuga en tiempo presente. La crónica contemporánea habla del hoy, el aquí y el ahora, trata de una circunstancia perecedera que se escribe como se vive en el presente.
Los hechos del pasado interesan a los historiadores; a los cronistas que la practican en la actualidad les interesa el registro del presente, no el tiempo fugaz del porvenir, menos aun el tiempo fosilizado del ayer.
De ahí tal vez brota el interés que despierta Monsiváis en sus lectores contemporáneos y en sus primeros críticos: habla de ellos, por ellos y con ellos, al fin somos ciudadanos con voluntades y deseos que cohabitamos en la misma urbe.

Jezreel Salazar
La ciudad como texto. La crónica urbana de Carlos Monsiváis, México, Universidad Autónoma de Nuevo León, 2006, 211 pp. (Senderos)
ELIZONDINA

En cuanto a su literatura sabemos casi todo sobre los afluentes, influjos y ascendientes que adoptó Salvador Elizondo en sus procesos de escritura; iconográficamente conocíamos algunas imágenes de familia, trabajo y circunstancias de socialización, procedentes de varios acervos, pero sobre todo por imágenes debidas a Paulina Lavista; literariamente, aún no teníamos acceso a los testimonios, las valoraciones de sus contemporáneos y a la rendición de afinidades de sus discípulos y nuevos lectores, que se han acercado a él como forjador de una nueva sensibilidad. Justamente esas tres dimensiones se entretejen en El extraño experimento del profesor Elizondo (TEVEUNAM-INBA-Pleroma, 2006), más un bono cinemático que es una revelación: el tránsito de Elizondo por el cine, de cuya experiencia surgió Apocalypse 1900 (Michel Alban, productora, 1965). Escribo revelación, por que para muchos de sus lectores actuales es una noticia nueva esa incursión elizondina por las fantasmagorías del cine, afición heredada por línea paterna, vocación consolidada en la plenitud de sus treinta años. A falta de un volumen que compile testimonios, valoraciones y crítica, El extraño experimento del profesor Elizondo, dirigida por Gerardo Villegas, cumple naturalmente con esa doble función social y cultural de rendir un homenaje a esa rara avis que fue Salvador Elizondo, grafógrafo.

Cinefilias

El cine ha sido receptáculo natural de la invención literaria mexicana, aquí encontrará por lo tanto su eco de evaluación crítica.

Ensayística

El ensayo literario será el recipiente de esta sección, que habrá de notificar su trayectoria en el presente; como género tiene una enorme actualidad, pues libro a libro evoluciona en temas, estrategias y perspectivas. Por esa naturaleza en transición, el espacio literario de acogida será el ensayismo en español.

Cuentalia

El cuento mexicano merece una consideración detenida por su secular tradición, portento de invenciones y persistentes cultivadores. Esta sección habrá de alojar las novedades sobre el género.

Aforística

Dado que el aforismo mexicano tiene una larga tradición en su cultivo, pero no así su respectiva resención y mucho menos la necesaria consideración analítica que merece una género donde la expresión de ideas refleja la madurez y la experiencia del escritor de aforismos, modalidad que se creía propia del literato maduro, en la plenitud de sus recursos, pero desde hace un tiempo reciente, ese dictum ha sido vencido por la avalancha de novísimos escritores que han dado a las prensas sus aforismos para difundirlos entre la grey. Su aparición pública será el ritmo de sus comentarios.

Microcuentística

El cuento liliputense, jibárico, tendrá aquí su natural espacio de ponderación crítica. La microficción en México e Hispanoamérica son las coordenadas de ubicación espacial de los comentarios críticos que aquí encuentren alojo.

Septentriones

Dado que los escritores del Norte adquieren cada vez mayor importancia en las letras mexicanas, esta columna será enfocada a esa particular geografía.

La novela quincenal

La novela mexicana reciente es el centro de esta sección, que intentará dar noticia quincenal de las más relevantes apuestas, certezas y canonizaciones del panorama literario mexicano del siglo XXI.